De peregrinación al Machu Picchu

PERÚ. CUZCO.

Por la noche, en Aguas Calientes, tras la ascensión al Putucusi, oía a Sabinas mientras me tomaba un café con leche. No entendía por qué no oía yo a Sabinas con más atención y con más frecuencia; a veces es sencillamente genial, me gusta esa manera de pintar los detalles y de hacer bailar en el centro del escenario cualquier historia cotidiana.

Revisaba mis notas de la mañana, un artículo que escribí pensando en colocarlo en algún periódico local de Cuzco, y que fue publicado al día siguiente en El Diario del Cusco, el periódico de mayor tirada de Cuzco; algo así como las elucubraciones de un viajero contrariado. Me gustaba. Esa mañana, influenciado por nuestra aventura para acercarnos al Machu Picchu sin pagar el canon ferroviario de treinta y cinco dólares, pensé que era oportuno escribir un artículo de opinión sobre el asunto; pero después de reunir más información vimos que los ladrones eran tantos que no tenía objeto. Era una vergüenza tratar así a los viajeros, como si cada uno de nosotros fuera exclusivamente un buen puñado de dólares: recorrido en tren de 109 kms.: 35 dólares; hacer el Camino del Inca: 50 dólares; bus entre el ferrocarril y las ruinas: 9 dólares; entrada a las ruinas veinte dólares... interminable. Están metidos todos en el robo institucionalizado. ¡Un puro aburrimiento! Victoria levanta la vista de su libro, Todas las sangres, de José María Arguedas y lee en alto lo que alguien dice a un terrateniente: “Tienen cogido al mundo como pulgas”.

Subir hasta Aguas Calientes sin pagar el canon ferroviario, el importe por el que los señoritos de Lima compraban a los ganaderos de Ayacucho una vaca, fue una aventura que no voy a relatar. Nos bochornoso pasar por las condiciones que imponían los cuatro ladrones del lugar, los propietarios de la línea férrea que hacían el servicio entre Cuzco y la base del Machu Picchu, así hicimos de aquello una cuestión de honor y evitamos pagar el canon fijado.

En Aguas Calientes, alguien, después de charlar un rato amigablemente en la estación, nos indica una excelente excursión alternativa a la multitudinaria Machu Picchu, un pico espectacular frente a las ruinas incas, el Putucusi, que arranca en las cercanías del Machu Picchu, pero dejando entre él y las ruinas el fondo de la quebrada por donde discurre el río. Las nubes emergen entre las montañas, altas, picudas, cubiertas de vegetación desde la base hasta la cumbre. Caminamos por la vía del tren un tiempo y luego el camino se eleva rápidamente por la abrupta ladera. Es umbrío, cerrado; me pregunto cómo salvará el sendero las rocas verticales del tramo siguiente. Después de varias revueltas aparece una larga pared casi vertical por la que se eleva una larguísima escalera hecha de troncos. Impone respeto, un grupo que nos sigue se da la vuelta en este punto. El tramo me trae el recuerdo de las espectaculares vías ferratas de las Dolomitas, en Italia, aquella última que hice con Mario en Brenta. Victoria sube despacio pero segura, miro entre mis piernas a la pareja peruana que nos sigue. Al salto casi vertical de unos cien metros, siguen tramos que se salvan con cables de acero, con más escaleras, con un puente. El valle y el pueblo van quedando en el fondo bajo nuestros pies como si nos eleváramos verticalmente en un globo aerostático. La humedad del aire y el sudor han empapado mi camiseta, chorrea como si la hubiera metido en el río. Es agradable subir ininterrumpidamente, sentir el cuerpo fuerte y sano; el mal sueño del sorocho ha desaparecido, es cansado subir pero el aire llega a los pulmones con toda regularidad. Ascender en torno a la cota de 2400 metros se convierte así en un placer. El gran meandro del río rodea el Putucusi casi totalmente y podemos ver desde esa especie de istmo de altura, a nuestros pies y a la izquierda y derecha bajar tumultuosas las aguas marrones del río, y junto a él la diminuta vía del ferrocarril.

La vegetación, ya sin grandes árboles, sigue siendo ubérrima en las cercanías de la cumbre. Rodeamos una gran roca, subimos un estrecho pasillo y... cumbre. Entre el paisaje salvaje y agreste del frente, destaca sobre un amplio collado, al otro lado de un vuelo que atraviesa la profunda quebrada del río, los restos más notable de la civilización incaica. Montones de bucles dibujan en la ladera opuesta el trazado de carretera que usan los buses de los turistas; a la derecha los restos de las terrazas que construyeron generaciones de campesinos; y arriba, sobre los bucles, sobre las terrazas, las ruinas del Machu Picchu.

Nuestra montaña es mucho más bella y prominente que esa verbena que sirve de disculpa para exprimir a los turistas como cítridos en agraz. La niebla y las nubes quedan a un centenar de metros sobre nuestras cabezas, suben y bajan por los cerros grises y de verde intenso. A nuestro alrededor el abismo se hunde por setecientos metros bajo nuestros pies.

Hacemos algunas tomas antes de que el sudor deje de brotar de nuestro cuerpo. Mi chica está muy guapa. Me gustan nuestros rostros sudorosos sobre el fondo aéreo de las ruinas, sobre las oscuridad surcada de nubes.

Celebraremos nuestro retorno al valle con un litro de cerveza junto a una capilla de Santa Rosa de Lima, al pie de la estación de ferrocarril. Miramos a los centenares de pasajeros que se agolpan esperando al tren, mientras sorbito a sorbito nos vamos ventilando la cerveza.

Hoy dormiremos en Aguas Calientes.

Incluyo a continuación el artículo que apareció en la prensa local al día siguiente:

MACHU PICCHU Y USURA

(En defensa del viajero)

El pasado día diez, los campesinos de Ayacucho comenzaban una huelga de cuarenta y ocho horas. Como consecuencia de la misma el bus en el que viajaba, haciendo el trayecto Lima-Ayacucho, quedó bloqueado a las doce de la noche entre dos piquetes de huelguistas que habían cubierto la carretera con grandes bloques de roca. Todo el pasaje hubo de pasar la noche, y la mitad del día siguiente, en la puna. Tuve tiempo de hablar con algunos campesinos, durante esas horas, sobre los temas de malestar que les llevaba al paro. Su principal queja: el producto de su trabajo se lo llevaban las especulaciones de los intermediarios; una vaca se la compraban por cien soles, decían, y añadían: ahora, pregunte usted cuánto cuesta una vaca en Lima. Y así todo el producto de su trabajo. Peruraíl, S.A. cobra a los pasajeros no locales ¡ciento veintiséis soles! por un trayecto de ciento nueve kilómetros, el equivalente a una vaca ayacuchina comprada a los campesinos de la puna.

Me pregunto si es ésa parte de la filosofía económica del país. Que haya de pagarse el equivalente al importe de una vaca comprada a los ganaderos, para hacer el trayecto Cuzco-Aguas Calientes, dice mucho del desprecio con que los que tienen dinero tratan al resto de los ciudadanos. No sería de extrañar que los que compran la vaca en Ayacucho fueran los mismos que los que imponen sus tarifas en el ferrocarril. Siempre fueron los mismos los que como sanguijuelas vivieron el hartazgo de la sangre de los otros ante la mirada bobina de los gobiernos de turno.

Uno, amante de los viajes y del conocimiento de los pueblos que atraviesa, queda desagradable y admirativamente sorprendido ante la impunidad con que los responsables del ferrocarril que hace el servicio Cuzco-Aguas Calientes, son capaces de promover disposiciones legales que prohíben terminantemente el uso de alguno de sus trenes a los pasajeros no locales, con la intención evidente de procurarse un lucro desmesurado y abusivo, al obligar a los pasajeros no locales a tomar el tren llamado turístico, que fija una tarifa muy superior a la que podría pagarse en los países más ricos del mundo por un servicio similar (Los datos: 109 kilómetros; dos tarifas: una, para los pasajeros locales, de 10 soles; otra, para los no locales, de 126 soles, el equivalente a 35 dólares).

Las autoridades responsables del turismo local deberían considerar que el tomar a los turistas como estúpidos objetos de expoliación no es un criterio de corte ético ni civilizado; más, es claro que estas medidas contribuyen a que ante esta expoliación el turista sienta el comprensible desprecio que merece todo tipo de usurero. Y en el mismo paquete van tanto los que se lucran como los que con su política permiten que estos hechos tengan lugar.

¡Promover el turismo! Esto no es promover el turismo, esto es consentir y ayudar a que cuatro listos, los de siempre, hagan su agosto con la venia y el apoyo de las autoridades correspondiente. Es una idea mostrenca y zafia esta de considerar al turista como una billetera ambulante.

Cualquier persona de mediana inteligencia que eche un vistazo a la normativa en uso, que los responsables del ferrocarril se encargan puntualmente de poner en conocimiento del público en todas las estaciones, comprenderá que la tal normativa no hace más que empañar la imagen de honradez presumible en las instituciones; su puesta en vigor atenta contra el concepto de respeto que las empresas y los responsables del turismo deben tener con los usuarios de los medios de transporte.

Es una lástima, todas estas circunstancias conjugan mal con la idea esa de Patrimonio de la Humanidad, de Santuario. Los usureros ensucian el entorno más que si de toneladas de basura se tratara.

Habría que añadir, para finalizar, que no es sólo Perurail quien ejerce la usura en torno al Machu Picchu, y si no echen un vistazo a las tarifas según las distintas opciones: entrada a las ruinas, veinte dólares; hacer el Camino del Inca, cincuenta dólares; el bus entre Aguas-Calientes y las ruinas, nueve dólares. Como se ve, el Machu Picchu se parece más a las minas del Rey Salomón que a otra cosa.

... Y mientras, a escasos metros de la estación de Cuzco, en la calle del mercado, tener que sortear las ratas muertas, el barro, la falta más elemental de higiene antes de tomar el tren.

¡Vivir para ver!