Entre Mérida y San Fernando de Apure

Venezuela. El llano

En este trayecto leía Doña Bárbara, de Rómulo Gallegos. Un canto a la tierra que atravesamos entre Barinas y San Fernando de Apure. La cultura “de la barbarie tiene sus encantos, es algo hermoso que vale la pena vivirlo, es la plenitud del hombre rebelde a toda limitación”. Recordar las tierras de Doña Bárbara, el espacio físico en que Rómulo Gallegos colocó las ambiciones de un personaje que quería todo El Llano para ella sola y que utilizaba recursos no del todo diferente a los que usan el cinismo institucionalizado de nuestros regidores. Habíamos descendido de las alturas de los Andes y corríamos por el calor húmedo de El Llano.

Plena noche, autobús herrumbroso, carreteras sembradas de profundos hoyos; Venezuela, un inmenso plano que linda al oeste con los Andes, al norte con el mar Caribe y las montañas costeras, y que el río Orinoco corta en alguna parte para dar paso a la región Amazónica. Cruzábamos el país camino de la Sabana, la parte más oriental del país, donde encontraríamos grandes ríos, cascadas y unas particulares montañas, llamadas tepuyes, que queríamos escalar.

Era tarde de correspondencia, el ajetreado traqueteo del autobús no me impidió aprovechar la circunstancia de un bello crepúsculo para escribir a Guillermo, a mi suegra, a Marisa; y si me apuraban todavía podría añadir un largo poema que también tuve tiempo de componer durante el camino.

Desde los 3500 metros de los Andes habíamos ido a dar en las tierras bajas con un calor que no recordábamos desde hacía tiempo. Los Llanos, una región que no existe, que no aparecía en nuestra guía; así que un limbo sin referencia, una vetusta hacienda llamada Piñero y cocodrilos, grandes culebras, extensiones anegada por las lluvias. El llano es un horno, los goterones de sudor caen por la cara ininterrumpidamente.

Atravesamos la inmensidad verde inundado por las lluvias torrenciales de los últimos días. Los pensamientos, como siempre, van de aquí para allá, escribir en el bloc no es fácil con el traqueteo, pero no quiero dejar pasar estos deseos que a veces me entran de concretar en palabras lo que me sugiere el momento.

El crepúsculo se acerca, el campo, convertido en un espejo discontinuo donde se mira el último sol, se va apagando poco a poco. Ahora el conductor del bus tiene que ir espantando a golpe de claxon a las garzas que invaden la carretera. El sol dora los campos de hierba como si fuera un inmenso trigal castellano; un delicado azul con matices de malva sirve de antípoda al sol poniente.

Hoy, los recuerdos son como una bebida fresca al final de una tarde de verano mientras sentados contemplamos jugar a las olas en alguna playa solitaria del norte. ¡Cielos, qué bonito está esto! Victoria me da codazos de tanto en tanto y me obliga a mirar al llano, llano, llano, sin nada que sobresalga en el horizonte; la luz desvaneciéndose, licuándose poco a poco en azules y grises. Una gran nube vestida de rojo pálido se cuelga en el horizonte.

Se me va la luz, esta tierra, gemela de la Pampa argentina, sólo se quiebra hacia el sur en el comienzo de la Amazonia.

Ahora el aire acondicionado vuelve a vibrar aparatoso mientras yo recuerdo, me aproximo a los ayes de este verano. Siempre mujeres, mujeres, el gemido poderoso de ellas como si estuvieran solas en mitad de la noche; puro estado místico de encuentro con Dios, el falo divino entre los muslos, la irresistible fusión contemplativa que yace en el centro de la noche oscura del alma. Y pienso en Santa Teresa de Jesús que rezaba sola, pero que buscaba el falo de Dios con la obsesión de una loca que hubiera descubierto la razón primera y no pudiera desprenderse nunca más del calor que la daga divina había inseminado en el rincón más íntimo de sí misma. Aquel mi amor desfalleciente, resbalando en una mañana llena de rocío, como una perla, por el envés de las hojas de los minutos de la madrugada, susurro místico y mítico, bailando como una pella de oro líquido en las aguas de los templos, en las habitaciones de los hoteles de todo el mundo, las yacijas, las camas de los hogares, los prados húmedos, las arenas de las playas, el agua tibia del mar, en el supermercado, como en la película de Woody Allen, en que por no ser capaz de vencer el rubor de esta religiosidad de cuño universal refugia a su personaje, él mismo, en la treta del esperpento.

Entiendo que algo se ha desformado esta mística del encuentro en el otro, pero sólo en apariencia, porque el flujo y el semen siguen expresándose unívocamente, siguen hablando de esa noche oscura hacia la que nos sentimos arrastrados todos como si una ley newtiana gobernara la fuerza gravitatoria de nuestros deseos.

No sería justo dejar de incluir aquí estos versos que aunque no tengan que ver con el paisaje, fueron la materia que salió de mis manos mientras el paisaje andino daba lugar al llano frente a la ventanilla de nuestra buseta.

CANTO A TI MISMA

Yo amo esa cosa de tu cuerpo,

el cuerpo azul que balancea desnudo los brazos

y deja la línea curva de tu vientre

tensa como un arco,

el intenso azul de tu cuerpo erguido

de tu paso enérgico

a caballo entre la instrucción y el ballet.

Tengo que decirte

que yo amo estas cosas,

pensarlas me emborracha

me llena el cuerpo de mujer y lluvia.

Necesitaría alimentar cada segundo del día

con el plano firme de tu andar,

firmes tus muslos

como tronco divino que sacara pecho

frente a la bravura de un mar

roto bajo tus pies

como un homenaje a la libertad y a la ternura.

Cuerpo azul, cuerpo esbelto, cuerpo de mujer,

Te quiero.

Hoy persigo en la forma de tus labios

el sentido de todas las cosas,

el fuego que todo lo purifica,

la luz tenue de un tiempo

en donde los brazos de una mujer

son el cobijo de mi alegría,

de mi pena.

¡Ah! ¡Y verte bailar en la luz azul del crepúsculo!

la danza ritual que un día olvidamos,

estremecedoramente nuestra, mía,

en la tierra primigenia de los ancestros,

tu sonrisa bailando en lo alto,

la gracia de tus movimientos seductores

llenando el aire, arroyando

con su blanca espuma de mar remoto

mi cuerpo entero

mi sed gratificada.

Tú, mi fuente,

cobijo, útero de mis tristezas más queridas;

deja que te mire,

que beba de ti,

amor,

antes de que la sombra gris del crepúsculo

se estire entre nosotros,

deja que contemple tu cuello desnudo,

tu espalda rodando como un estandarte

hacia la curva única de tu cintura

y tus nalgas de melocotón perfumado,

deja que mi curiosidad de niño

juegue con la cueva oscura de tus muslos,

plantados ahí, ya lo dije,

columnas de Hércules,

más allá de las cuales estás tú misma,

el alma gemela que yo busco.

Déjame mirarte,

déjame penetrar en ti

porque ¿cómo entrar en mí sin entrar en ti,

mirarme yo mismo sin el espejo de tu mirada, de tu sexo?

¿Cómo podré saber que soy yo

si no tengo la superficie clara de tu cuerdo

en donde mirarme?

Escúchame,

el lienzo azul sobre el que te vi caminar

está lleno de la fragancia de tu presencia envolvente.

Penetrar la oscuridad

el infinito,

el azul inconfundible de la muerte,

reposar al fin en tus brazos para siempre.