A la tarde, la débil luz de la habitación me impide seguir con la lectura de Chomsky; me tomo una tableta de chocolate, un vaso de leche, me enchufo los auriculares a Mussorsky, y agarro el portátil. Encontré la letra courier, le puse la negrita y enseguida me pareció que estaba con el clac, clac de la máquina de escribir golpeando sobre el rodillo de goma. Viejos tiempos aquellos de la pequeña máquina que tantos trabajos sacó adelante y que mis hijos se rifaban ahora como lujo paleolítico de la escritura.
Vi al Papa a través del zoom de trescientos, ocupaba todo el rectángulo del objetivo, estaba encorvado, con la cabeza inclinada a un lado, tenía aspecto de sumo cansancio; el papamóvil atravesó por delante de nosotros a una velocidad desconsiderada, poco cortés diría yo, para la multitud que se había apostado en las calles durante horas esperando el paso del Santo Padre. Seguía detrás del papamóvil un microbús lleno de “personalidades” eclesiásticas; varios de ellos sonreían melifluamente y hacían gestitos de saludo con las manos desde su sonrisa profidén. Los coches doblaron rápidamente por la calle de la izquierda y se perdieron en otro codo que los dejaba en
Trabajo rutinario de masas. Masa distante, carne de cañón. Ceremonia de
Incontenible emoción, lágrimas, cuadros para una exposición antropológica en donde se encierran muchas de las claves del comportamiento de
Por la tarde, mientras me cortaba el pelo, miraba en la televisión los preparativos en el Santuario de Nuestra Señora de Guadalupe, en Méjico, lugar a donde se desplazaría aquella tarde el Papa viajero, santuario donde los devotos siguen arrastrándose décadas tras décadas de rodillas por el empedrado hasta los mismísimos pies de la virgen, junto al altar mayor. Se mencionaban muchos millones de pesos, en esa ocasión la curia romana andaba en déficit, no habían podido encontrar promotores suficientes que sufragaran los gastos; se hablaba de negocios, el gran negocio de la bisutería y las estampitas que sigue al Papa en todas sus correrías. Era imprescindible recordar a todos los grandes promotores del culto a la personalidad del siglo XX y, con ello, claro está, el papel de los medios en la fiesta de la confusión.
Realizamos buenos retratos en aquella ocasión, eran los retratos de siempre, hombres, mujeres, niños que veían pasar la vida como si ésta fuera un juego de magia y el espectáculo a donde iban les mostrara la suerte que corrían los conejitos y las palomas dentro del ancho gorro del prestidigitador de ocasión. Se trata de un pueblo ingenuamente crédulo, allí todavía un señor gordo puesto en mitad de la plaza era capaz de mantener en vilo a un gran círculo de adultos con el juego de ese conejo-servilleta que brinca solo al impulso del dedo índice de su cuidador, ese truco de toda la vida que hacía el vecino de mi suegra a mis hijos cada vez que caíamos por allí de visita.
Los señores del Norte y los señores de Roma van a seguir teniendo a este pueblo bajo su bota de hierro durante mucho tiempo todavía. El Papa les habla de que los ángeles hacen pipí desde el cielo, mientras desde Gringolandia un feroz vigilante mira continuamente bajo la cama de Guatemala para que no se le filtre ningún socialista que pueda poner en peligro el dinero del tío Sam.
El espectáculo de entonces, la fastuosidad vaticana,