Guatemala. El fasto vaticano

A la tarde, la débil luz de la habitación me impide seguir con la lectura de Chomsky; me tomo una tableta de chocolate, un vaso de leche, me enchufo los auriculares a Mussorsky, y agarro el portátil. Encontré la letra courier, le puse la negrita y enseguida me pareció que estaba con el clac, clac de la máquina de escribir golpeando sobre el rodillo de goma. Viejos tiempos aquellos de la pequeña máquina que tantos trabajos sacó adelante y que mis hijos se rifaban ahora como lujo paleolítico de la escritura.

Vi al Papa a través del zoom de trescientos, ocupaba todo el rectángulo del objetivo, estaba encorvado, con la cabeza inclinada a un lado, tenía aspecto de sumo cansancio; el papamóvil atravesó por delante de nosotros a una velocidad desconsiderada, poco cortés diría yo, para la multitud que se había apostado en las calles durante horas esperando el paso del Santo Padre. Seguía detrás del papamóvil un microbús lleno de “personalidades” eclesiásticas; varios de ellos sonreían melifluamente y hacían gestitos de saludo con las manos desde su sonrisa profidén. Los coches doblaron rápidamente por la calle de la izquierda y se perdieron en otro codo que los dejaba en la Nunciatura. Inmediatamente un triple cinturón de policías acordonó la entrada a la calle. El Papa quedaba debidamente enlatado. Durante toda la mañana, jóvenes universitarios habían engalanado todo el pavimento de las calles por donde pasaría con dibujos y pinturas en bajorrelieves fabricados con serrín de distintos colores; los regaron durante horas para que mantuvieran sus formas y no fueran arrastrados por el viento. Primorosas filigranas, trabajo minucioso probablemente preparado durante semanas para homenajear al “Mensajero de la Paz”. El coche de este mensajero pisoteó a una velocidad de visto y no visto toda aquella alfombra primorosa. Y los gilipollas de bonete rojo sonreían y meneaban la mano a la multitud que llenaba la calle, mientras el público miraba perplejo en qué habían quedado sus expectativas.

Trabajo rutinario de masas. Masa distante, carne de cañón. Ceremonia de la confusión. Burócratas de sotana roja o blanca. Si Jesús se levanta y ve esto le da un patatús. Parece como si unos pocos programas de televisión, un Papa, y el uso medianamente inteligente de los medios de comunicación fueran capaces de tragarse los pocos metros de dignidad que un pueblo puede desarrollar.

Incontenible emoción, lágrimas, cuadros para una exposición antropológica en donde se encierran muchas de las claves del comportamiento de la humanidad. Era imposible no ver la mentira, me decía, este papamóvil impoluto y limpio llevando el mensaje de la esperanza al pueblo pobre, mísero, al que vienen esquilmando y chupando la sangre desde los tiempos de Cortés; un papamóvil lindamente acompañado por Ríos Mont como representante del dinero, de la masacre indiscriminada de los años ochenta (hoy presidente del Congreso y aspirante a la Presidencia en las nuevas elecciones). Esperpéntico. Banderitas, emblemas, aplausos, ojos húmedos.

Por la tarde, mientras me cortaba el pelo, miraba en la televisión los preparativos en el Santuario de Nuestra Señora de Guadalupe, en Méjico, lugar a donde se desplazaría aquella tarde el Papa viajero, santuario donde los devotos siguen arrastrándose décadas tras décadas de rodillas por el empedrado hasta los mismísimos pies de la virgen, junto al altar mayor. Se mencionaban muchos millones de pesos, en esa ocasión la curia romana andaba en déficit, no habían podido encontrar promotores suficientes que sufragaran los gastos; se hablaba de negocios, el gran negocio de la bisutería y las estampitas que sigue al Papa en todas sus correrías. Era imprescindible recordar a todos los grandes promotores del culto a la personalidad del siglo XX y, con ello, claro está, el papel de los medios en la fiesta de la confusión.

Realizamos buenos retratos en aquella ocasión, eran los retratos de siempre, hombres, mujeres, niños que veían pasar la vida como si ésta fuera un juego de magia y el espectáculo a donde iban les mostrara la suerte que corrían los conejitos y las palomas dentro del ancho gorro del prestidigitador de ocasión. Se trata de un pueblo ingenuamente crédulo, allí todavía un señor gordo puesto en mitad de la plaza era capaz de mantener en vilo a un gran círculo de adultos con el juego de ese conejo-servilleta que brinca solo al impulso del dedo índice de su cuidador, ese truco de toda la vida que hacía el vecino de mi suegra a mis hijos cada vez que caíamos por allí de visita.

Los señores del Norte y los señores de Roma van a seguir teniendo a este pueblo bajo su bota de hierro durante mucho tiempo todavía. El Papa les habla de que los ángeles hacen pipí desde el cielo, mientras desde Gringolandia un feroz vigilante mira continuamente bajo la cama de Guatemala para que no se le filtre ningún socialista que pueda poner en peligro el dinero del tío Sam.

El espectáculo de entonces, la fastuosidad vaticana, la del Estado de gala en el aeropuerto, era indigno e irrespetuoso en un país donde el sesenta y cinco por ciento de la población vive por debajo del índice de pobreza, o donde el noventa y cinco por ciento de las mujeres indígenas son analfabetas. Un treinta y cinco por ciento de analfabetos en todo el país era un terreno abonado para una exhibición como la de aquel día.