En los valles del Huascarán

PERÚ, LA CORDILLERA BLANCA. Habíamos dejado el grueso de nuestro equipaje en el hotel, en Lima, y tomado muy temprano un autobús para Huaraz: ocho horas de bus. No sé lo que sucede, mi cuerpo se sumerge durante casi todo el viaje en un puro sopor del que a duras penas salgo; pasa un paisaje desértico frente a la ventanilla, los acantilados se alternan con la arena. En la puerta de uno de estos sopores me encuentro con una leve excitación, a la que logro despertar poco a poco; la alargo en el duermevela, pasan los minutos, sube y baja como una fiesta que hubiera comenzado a medianoche y quisiera prolongarse hasta el alba. ¡Buen sitio el autobús! Y nada mejor que arroparse en la humedad y seguir duermeveleando. Ahí nada más, al otro lado de un cabeceado de ocho horas aparecerá Huaraz, otra de las mecas del alpinismo mundial.

Altos de Huaripampa

Sumé, éramos veintiuna personas en la Toyota, veintiuna más una torre de equipaje en la baca. La pista de tierra da docenas de tornantis antes de llegar a los cuatro mil ochocientos metros del Portachuelo de Llanganuco. El paisaje: la espalda del Huascarán, glaciares extensos naciendo de las faldas de la niebla, celosa ella ocultando parte de la cordillera.

Mientras miro el abismo por donde vamos subiendo veo a Victoria, ella delante departiendo con Jaime, el delegado de la zona para las próximas elecciones. En los lagos Llanganuco, cuando se bajan los tres israelitas que ocupan los asientos del fondo, ambos se vienen atrás y... charlamos, inevitablemente, de política. La gestión poco positiva de Toledo, las expectativas de Alán García y las nulas posibilidades de Fujimori. Somos el país más inculto del mundo, dice con acento circunspecto, desesperanzador, Jaime.

El paisaje al otro lado del puerto también está cubierto parcialmente por las nubes. Nos bajamos en Vaquería, cuatro casas; Jaime viene a despedirse efusivamente de nosotros. Un arriero nos indica con amabilidad el camino hacia el valle de Huaripampa. Nos cruzamos con una niña que, agarrándole de la mano, va tirando de su hermano que a su vez arrastra un cochecillo que a falta de asfalto sigue a su dueño dando vuelcos boca abajo entre las piedras. Los paisanos y paisanas con que nos encontramos son exquisitamente amables, no hay nadie con quien nos crucemos que no dé unas buenas tardes llenas de cordialidad. Nada que ver con los indios aymara de Bolivia, cholos y cholas de intratable y desabrido carácter.

Después de Huaripampa nos quedamos solos definitivamente, el valle sube lentamente por un paisaje de árboles pequeños, el suelo está tapizado por una hierba rala y apretada; me recuerda el valle de Ara en el Pirineo, nada más pasar el poblado de Bujaruelo.

Tres horas y media de marcha; un pequeño grupo por el camino, un ruso solitario que lleva una semana deambulando por la cordillera, son todas las personas con que nos cruzamos esta tarde. El lugar de la acampada es un bello prado desde donde se ven asomar los glaciares y una larga crestería totalmente blanqueada por las nevadas últimas. Ponemos la tienda junto a un estruendoso riachuelo. Día sin lectura, sin escritura, nada; después de instalar la tienda y comer algo caeré como un ceporro desplomado dentro de mi saco de dormir; la altura, el peso (comida para cuatro o cinco días, sacos, tienda, infiernillo, etc.) y la falta de entrenamiento me han dejado el cuerpo como unos zorros.

No tardaría en ponerse a llover. Una lluvia discontinua caerá hasta las primeras luces del alba. El suelo estaba condenadamente duro.

Punta Unión

Colocamos nuestro vivac a 4.750 metros, un nido de águila en el que es difícil respirar. No hemos cumplido las normas básicas para estas alturas —algún día de aclimatación antes de acercarse a la barrera de los cinco mil metros— y ahora cada vez que nos movemos tenemos que emplear un buen rato para ingerir un poco de oxígeno. No era cosa de tomarse a broma esta excursión y vinimos pertrechados para cualquier eventualidad que se nos pudiera presentar; equipo de alta montaña, por tanto, y comida en abundancia. La altura y el peso desproporcionado que cargamos ha hecho extremadamente penosa la subida. Los últimos doscientos metros los he tenido que hacer a un ritmo lentísimo y con una gran cantidad de sufrimiento encima. No podía caminar más de diez minutos seguidos sin sentir que un paso más de ese tiempo me haría reventar.

El collado de Punta Unión es un balcón rodeado de glaciares y picachos de 6.000 metros, pero

las cumbres están cubiertas por la niebla. En un valle más abajo está el Alpamayo, una de las montañas más bellas del mundo. No se ve apenas nada, pero nos resistimos a marcharnos sin echar una ojeada a las montañas de los alrededores, así que plantamos nuestro campamento en espera de que despeje, en espera de esa luz ambarina que ya vimos el día anterior cubrir las grandes montañas de la Cordillera Blanca desde la terraza del hotel en Huaraz. Amanecer a cinco mil metros en un paisaje tan salvaje y tan increíblemente hermoso, bien vale la contrapartida de esta dificultad de moverse uno y sentir como que no hay aire suficiente en todos los alrededores para seguir respirando.

Hace un rato se desplomaron enormes bloques de seracs en los glaciares superiores del circo, pero no logramos localizar la avalancha. Es siempre un estruendo sobrecogedor. Ahora, después de dos días de caminar, nos queda por debajo un hermoso y larguísimo valle en cuyo fondo espejean dos lagos de aguas verdeazuladas. Dejo de escribir, asomo la cabeza por la puerta de la tienda y veo los glaciares iluminados por el sol, su blancura es blancura recién estrenada; hace un par de días las nevadas acabaron con la época seca y las montañas estrenaron nuevo ropaje.

Hace frío, la niebla hizo un vano intento por abrirse. La cantidad de años que llevo haciendo montaña y no dejo todavía de preguntarme por la razón de mi fidelidad hacia ella; lo mal que lo hemos pasado hoy, por ejemplo; este lugar en donde hemos puesto la tienda, lleno de piedras, incómodo, frío, vivaqueando como lo hiciera un amante de la obra de Leonardo da Vinci frente al Louvre, porque sólo le dieran una única oportunidad para ver la sonrisa enigmática de la Mona Lisa; igual nosotros a la espera del siguiente amanecer. Hay un toque de encanto en estas circunsta

ncias; en el caso de hoy, nada más llegar a este lugar, recordé otros muchos vivacs, en la cumbre del Naranjo de Bulnes, por ejemplo, en montones de cumbres del Pirineo que acogieron mi visita solitaria y la de mi igloo de tela. Son ese tipo de vivencias que uno se llevará como un regalo a la tumba. Un pozo de muchas cosas sencillas tiene la montaña; la vida apasionante que encontré aquí durante unos pocos años de recién estrenada juventud, parece como si hubiera servido para alimentar un amor que durará sin duda hasta entonces, hasta ese preciso momento.

La montaña es una amante a veces exigente. Es incomprensible un amor que no exija un esfuerzo importante; se me ocurre que el amor a la vida no es una excepción, que si se quiere vivir hay que llenar la vida de esfuerzos y trabajos (trabajo, nada que ver con eso de ganarse un jornal). Ser permanente descubridor de juguetes podría ser un oficio alternativo al de un Principito que buscara la otra cara de su ya recorrido universo para sumirse en indagaciones planetarias de un mundo todavía por construir.

La blancura de las montañas y sus precipicios inútiles continúa ahí, como una referencia, mostrando la desnudez de un ser cuya belleza intemporal le viene de la meteorología, de la hora, de la altura, de las armonías que nuestro cerebro les ha otorgado. Alguna cuestión: ¿la montaña sería algo calificable como bello si no hubiera un cerebro que le adjudicara tal apelativo? ¿Es la belleza un atributo de las cosas? ¿Es la belleza una determinada ordenación de algo perceptible por los sentidos como armónico? ¿Depende la belleza de las maneras en que el cerebro ve, relaciona los materiales que le llegan a través del sistema nervioso? En una primera aproximación la belleza no parece que pueda ser algo autónomo, su ser se comportaría como si dependiera del modo en que el cerebro creó estructuras en sí que determinan lo que es bello y lo que no lo es.

Pero entonces, ¿qué criterio sigue el cerebro para funcionar de una manera y no de otra, para hacer bello y no feo algo? ¿por qué no pudo ser de otro modo? Y entonces, vistas así las cosas, este amor a la montaña, podría ser una especie de proyección de nuestro ser que busca ciertos compañeros de viaje, conmilitones, con quien arreglar las cuentas de su soledad primera, ciertas proyecciones de uno mismo en donde tratamos de hallar un estado de vivencia, de vida más armónica, equilibrada, frente a otras posibilidades menos gratificantes.

¿O será, por el contrario, que la belleza estará plenamente encerrada en las cosas y le corresponderá al cerebro la labor de detectarla? Seleccionar aquello que sirve al placer se convertiría en otra fuerza básica con que el organismo impulsa la evolución.

El recorrido de Punta Unión a Cachapampa nos llevó casi diez horas. Cargar con tanto peso hace que disminuya el placer de caminar.

Al final amanecimos envueltos en la niebla, pese a que había estado estrellado durante casi toda la noche. El Alpamayo sólo pudimos verlo durante unos segundos, ni siquiera el tiempo para sacar una fotografía. El ambiente se parecía en mucho al de las altas rutas del Himalaya: nuestra tienda por encima de los glaciares, la niebla, la hora temprana preparando el desayuno junto a nuestro nido de águila. La vivencia de la noche despertando en varias ocasiones con el fragor de los derrumbamientos de miles de toneladas de hielo desde las montañas próximas no tiene parangón siquiera en los Alpes. Vivir este espectáculo desde el centro mismo del escenario de las laderas altas del nevado Taulliraju, era un privilegio notable para nosotros; igual que era un privilegio oír a un inacabable Mozart enlatado en mp3 al final de una jornada como la del día anterior.

Embutirse en el chubasquero, cargar el macuto, meter las manos en los bolsillos y bajar sin prisas, contemplando los juegos de la niebla, dejando posar los pensamientos, charlando a ratos, mientras el lago verde del fondo se acercaba, era toda nuestra labor para el resto la jornada.