Pese a la postración de una mañana de pereza, mi yo flota ahora en la alfombra del Melquiades más allá de la ventana jugando con las nubes bajas del pico que íbamos a subir esta madrugada, se restriega el lomo contra la almohada, es ya una entidad dispuesta a encontrarse con
A media mañana, después de unas brumosas horas de incertidumbre, ya casi todo empieza a estar en orden. Y así, con el cuerpo tonificado por el agua, por mi viaje aéreo matinal sobre la ciudad de Oaxaca y su montaña, nos vamos al Zócalo y torcemos a mano derecha y entramos en un local en donde dos decenas de máquinas son capaces de ponernos en contacto con otras realidades al otro lado del océano. Y en pocos instantes éstas nos dejan sobre la mesa las palabras que vienen del desierto por donde anda nuestro hijo menor, el aire fresco de la lejanía de la casa, la distancia de una mujer, el calor de los otros. Y sube rebosante hasta mí el deseo. El deseo que habrá de acompañar mi libertad, que no la dejará obsoleta y falta de sentido en mitad del camino. Y ahora todo es mucho menos plano que esta mañana porque las fuerza que llevamos dentro y el aire desde el otro continente han modificado mi punto de vista y ahora, de nuevo, mi libertad tiene de qué nutrirse.
Y recuerdo el último correo de mi hijo mayor,
Y de aquí podría saltar a cualquier parte del universo, porque la mañana se levantó así y de esa manera continúa. Amanecer tras los cristales empañados de un autobús que volteaba a los pasajeros de un lado a otro del asiento por tortuosas carreteras de montaña, es una experiencia que notifica la epidermis y transmite buena cantidad de estímulos a alguna parte de nuestra masa encefálica.
Estamos en el medio de esa brecha en que la brutal injusticia de un capitalismo salvaje relega a los indígenas a una condición de indigencia y abandono sin salida. El movimiento zapatista es hoy una antorcha para el mundo entero, aglutina a intelectuales, jóvenes, gente comprometida en todo el mundo, en un momento en que parece que ya no tuviéramos otra guerra que ganar que la de un salario suficiente para alimentar todas nuestras apetencias.
Estoy absorbido por la lectura de Marcos: el señor de los espejos, de Vázquez Montalbán, un estudio sobre el movimiento indígena de
La verdad es que no he nacido para escribir libros de viajes, un lector que pretendiera saber algo de lo que va sucediendo a este viajero que ahora anda por Chiapas, se quedaría a la luna de Valencia. Nada más costoso que describir el ambiente de la iglesia de Chamula donde se practica un extraño sincretismo religioso entre maya y católico. El espacio diáfano interior está envuelto en el espeso ambiente que desprenden cientos de velas depositadas sobre el suelo frente a numerosos grupos de orantes postrados de rodillas que musitan plegarias ininterrumpidas; el suelo ha sido alfombrado con manojos de hierbas, no hay bancos ni sillas, los niños juguetean por los suelos junto a los cuerpos extasiados de sus padres; un féretro en un lateral, algún turista despistados, el ambiente neblinoso que sube de los pabilos flota como una calina tropical al filo del alba. El recuerdo más próximo es un templo hindú saturado por las ofrendas florales a Siva. Y salir a la luz implacable de la plaza y tropezar con una aglomeración de indígenas en estado de recogimiento, consumiendo en corro Coca-Colas, producto que creen les protege de las arremetidas de los espíritus infernales. Y pasar la calle y atravesar el mercado y sopesar si sacas la cámara o no, porque no me siento a gusto dirigiendo el objetivo hacia la miseria, hacia
A Chamula siguió media hora en la carretera esperando que algún coche nos subiera hacia los pueblos de la montaña, no encontramos medio para llegar a San Andrés, una comunidad zapatista donde el Gobierno firmó con el EZLN (Ejército Zapatista de Liberación Nacional) un importante acuerdo que después se fue al garete. Para un coche, trepamos a la caja de madera en la que viajan ya otros paisanos; no, San Andrés, no: Mitontic. Tanto da. Hacemos el trayecto con dos indígenas; curvas, viento, bares aislados pintados con el rojo de la Coca-Cola, mujeres tejiendo a las puertas de las casas —simples paralelepípedos de adobe—, alguna iglesia pintada de azul cielo y blanco. Nos bajamos en Mitontic. No hay bandidos, ni asaltantes, mi militares, ni encapuchados. Y nosotros que creíamos llegar a yo qué sé qué lugar infernal. Paseo tranquilo por el pueblo, de algún bar o casa sale la fanfarria musical de Méjico que revolotea por la calle dándole un tic de fiesta y alegría. Buenas tardes, buenas tardes, adiós, y otra iglesia y las velas y el ambiente irrespirable, y esperar a que las pupilas se dilaten en la oscuridad y nos deje ver ese claroscuro desde que emergen varios grupos familiares en actitud de invocación. Y luego allá estaba Isabel jugando con su hermanito que se había subido a un árbol, e Isabel oculta su media cara tras otro árbol pero cuando la saca enfoco y hago dos tomas en blanco y negro; pero es necesario también que el color recoja los matices contra la fachada luminosa de las casas del fondo, y cambio de máquina, de objetivo y allí está otra vez Isabel.