La Habana, Caracas

Dejamos Cuba después de cuatro días.

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Trato de recordar lo que escribí ayer, hace dos o tres días y realmente no lo recuerdo, es como ver pasar paisajes y pueblos durante cientos de kilómetros, se pierde la memoria puntual, las sensaciones se globalizan, desaparecen los detalles. Lo escrito, el paisaje que pasa, tiene la importancia del hecho de ser en el momento, como una flor que se abre o una nube que pasa. ¿Qué dije ayer? No lo sé, no me acuerdo. Me gusta, es buena señal, es puro presente. Me percibo instrumento de mi propio impulso, una más de mis secreciones, de mis humores, las ideas y los pensamientos agarrándose al bolígrafo o al portátil para mostrar allí el espectáculo de su devaneo transitorio y evanescente.

¿Será verdad eso de que ni el pasado ni el futuro existen? Lo dijo Einstein, y no hablaba metafóricamente: “La distinción entre pasado, presente y futuro es sólo una ilusión”. Vendría ello a cuento de esa sensación de provisionalidad que produce la escritura, de nube volatera que dura el instante de un soplo, cuando apenas transcurrido unas horas ya soy capaz de recordar tan sólo el brumoso y bello perfil de su aureola blanca, el empaste azulino, la aguada que se disolvió en grueso papel de la acuarela. Dejar al pasado como figurante, testigo nominal tan sólo de nuestro paso por el tiempo, sería deseable de cara a inventarse un permanente y recreado presente; pero poder abolir el futuro sería el espaldarazo genial que nos liberaría del sentido mercantilista del tiempo, nos liberaría de la angustia de la acumulación de los actos proyectados, de nuestra enojosa sensación de inabarcabilidad que impone el hecho de compartimentar la vida en cajones de veinticuatro horas y en armarios de trescientos sesenta y cinco días.

Leo esta mañana: “meditar es abolir el tiempo”, y recuerdo que durante estos últimos días usé bastante esta palabra a la sombra de otra parecida, mística, por ejemplo. Y me imagino que mi mente (¿cómo coño llamar a esta cosa, espíritu, mente, cerebro, alma?) se guía por el olfato, va de acá para allá como esos animales que buscan el agua en el desierto con el sexto sentido de la intuición; es una búsqueda imprecisa de chucho olisqueando en los neumáticos de los automóviles los caminos de la verdad que tocó sondear ese día. La ilusoria pretensión de tener acceso a la eternidad, de las religiones, nace de una estéril ambición de poder, de querer trascender al tiempo, a la vida, al presente; nace de una frustración que no sabe rascarse las pulgas o disfrutar del sol dentro de la humildad de su condición.

Meter las narices en estas cosas hoy, es el resultado de un día tranquilo de pacer en los estrechos límites de una habitación, habitación balcón esquinera a una calle múltiple y variopinta en donde el paisaje humano se metamorfosea desde el alba hasta la noche, los coches muestran a claxonazo limpio sus prisas, los viandantes y los puestos —cientos por todos los lados— conviven como partes integrantes de un mismo organismo vivo. Límites de habitación en donde tan pronto suena Brahms, como Oscar Peterson, bailan alegres las notas de piano de las sonatas de Beethoven, o pasan, hoja tras hoja las páginas de los libros. Día de asueto, de presente continuo, ese que surge como idea dominante para un día de postconvalecencia preventiva.

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Las cosas se presentan como si siempre estuviéramos indagando la manera de decirlas; no la manera de escribir el discurso sino el tono, las condiciones de intimidad, proximidad, objetividad que estableceremos para ponernos en comunicación.

Guiado por esta idea ayer compré Charlas con Troylo, de Antonio Gala, un señor que no goza de mis simpatías, pero que leí con gusto una temporada en el dominical de El País en sus devaneos por la realidad a través de las charlas con su perro. Ese filón que encontró Marisa con sus historias del Fusi, el interlocutor fiel a quien dirigirse, nuestro compañero solitario, paciente que se sienta en el regazo a escuchar historias o a oír el diálogo con nosotros mismos. Dice Andrés Amorós en la introducción, que escribir, siempre, es escribir una carta a alguien. Al ponerse delante de la hoja en blanco, el escritor, está empezando a charlar con alguien, que es quien determina el tono. De ahí la importancia de encontrar, de inventar, un interlocutor adecuado. El otro día, en Panamá City, estuvimos viendo una colección de serigrafías de Hokusai, el leitmotiv era la permanente presencia del Fuji Yama al fondo, variaciones sobre un mismo tema por las que desfilaban el mar, los campesinos, la gran ola, los pueblos; parecía como si el interlocutor de Hokusai fuera aquel cono que se desvanecía en alguna parte del cuadro. Ayer nos tocó ver una amplia selección de grabados de Picasso: el Minotauro, las energías desbordantes del hombre, su sexualidad, su ser pequeño conducido de la mano por una niña; el taller del artista, una disculpa para mostrar la fuerza de la feminidad, la ternura, la virilidad creadora; es conmovedora la presencia simultánea en estos grabados de dos seres aparentemente tan diferentes, siempre una pareja, él (el artista seguramente): largos cabellos, viril, rostro inteligente, como buscando en el infinito la hondura de su propio ser, tierno, amante; ella: eternamente femenina, delicada, ser perfecto, armonía que todo lo ensambla, recostada en el regazo del hombre, ambos sumidos en la contemplación intemporal de un tiempo sin tiempo. Junto a ellos, cuatro grabados titulados La violación, costaba averiguar qué era aquello: fuerza, energía, pasión: sólo líneas y la insinuación de unas formas congeladas en un instante que queda grabado en la retina como expresión convulsa de una naturaleza violenta y salvaje.