Caracas, Chichiriviche, Coro

Caracas

Hay que admitir que con frecuencia nos vienen de perlas las convenciones sociales, algo estructurado y ordenado donde todo el mundo conoce el lugar en que debe colocar los pies; últimamente creo que no es un mal en absoluto, más bien tiendo a pensar que constituye un excelente trampolín para hacer casi siempre lo que queramos; tiendo a ver precisamente en la ingenuidad de esa sociedad, en sus planteamientos simplistas y su medir con el mismo rasero a una gran parte de los individuos, una oportunidad que deja bastante espacio a los locos de atar, con tal de que seamos capaces de hacer el juego a las convenciones. En el momento en que uno no hace lo que los otros, ya es un raro, ya no saben qué hacer contigo porque no tienen elementos de juicio. Ya no hay hogueras, y, además, el peso de la mediocridad contribuye a descafeinar la percepción; igual que la falta cada vez más de gente con narices para hacer una huelga, enfrentarse a una injusticia, dar un buen grito cuando es necesario; de la misma manera ese estrato social, que es el que puede molestar en la cercanía, terminará diluyéndose en su vida gris; nada que pueda molestarnos.

Hoy pasamos el día en olor de masas. Un millón de personas en la calle para apoya al presidente Chávez. Ambiente denso, inconográfico, lleno de pasión. Los problemas sociales y políticos, la necesidad de organizar la vida de los pueblos en un entorno civilizado y justo, es un debate apasionante que está en Venezuela a las puertas de la calle. Contagia la calle, contagia el ver tanta gente moviéndose por alcanzar una verdadera distribución de la justicia. Después de dos horas la voz de Chávez sigue retumbando por la megafonía a lo largo de una gran avenida que acoge a este millón de simpatizantes. Volvemos a ejercer de fotógrafos, retratos, banderas, el Che en las mentes y en las pancartas de cientos de manifestantes. Nos abrimos paso entre miles de personas, necesito hacer unas tomas de esta masa humana enarbolando sus enseñas. Miro a lo alto de una fachada donde ondean parsimoniosamente los emblemas, hago varias tomas. Termino por descubrir una manera de escalar por la fachada de un banco los ocho o diez metros que necesito para obtener una perspectiva sobre el gentío. Desde arriba me echan una mano, me hacen un sitio sobre una viga, me siento, saco las cámaras, me queda la luz precisa para unos pocos planos generales, gentes levantando las manos y las banderas vitoreando a su líder, Chávez, un líder que a estas alturas produce la sensación de no saber ya qué decir. La gente sólo necesita oír su voz, la verificación de que la esperanza se tiene en pie; la afirmación de que con este hombre, extraño líder metido en traje de campaña, hombre de verbo escaso y reiterativo que combina la arenga demagógica con la llamada a la unidad, que repite las mismas consignas sin encontrar la manera de terminar con aquello, la revolución será posible. Vemos a hombres y mujeres saltárseles las lágrimas, Chávez echa mano del melodrama, expresa su vocación internacionalista, sólo es agresivo con el tribunal que declaró que en Venezuela no había habido un golpe de estado.

* * * De mi lectura hoy de Pániker, Cuaderno amarillo... con ser tan interesante. La clase de gilipollas que se compra la ropa en Londres y se hospeda en el Palace. Cuidado con el señor Pániker en sus lindes con la pijotez; atención a la elitecracia endogámica que perora desde los mejores hoteles o desde el barrio de Pedralbes y sus similares.

Hoy parece un pavo meneando la cola:

-¿Esa chaqueta la compraste en tal, verdad?

Y además lo refleja en el diario... y lo publica... para que se vea con qué tipo de gente se relaciona, siempre V.I.P.

Fatuo.

La música tiene que ser interpretada por éste o por el otro. Bien a Gleen Gould en El clave bien temperado, pero mal en las variaciones Golberg, o al revés. Ese aire de pontificación que le sale de tanto en tanto, me recuerda la ingenuidad de un preadolescente pavoneándose delante de las chicas de su clase.

* * *

Estos días hago ejercicios de presente. Viajamos hacia Chichiriviche. Sólo existe este instante, me digo, y miro por la ventanilla. El micro en el que vamos tiene unos bafles de más de medio metro cuadrado en el suelo (no exagero) y suena a toda pastilla, los decibelios entran por los oídos y bajan y suben por todas las células del cuerpo. Mi primer gesto fue de enfado, hice un ademán de coger los tapones de cera que siempre tengo a mano, pero en el momento que iba a tomarlos descubrí que la mujer que llevaba al lado tarareaba el tema que sonaba; me detuve, decidí que eso era más presente que intentar huirlo, o que cabrearme. La gente lleva esta música dentro, no puede estar quieta, tararea, mueve los pies; yo me empeño en volar a mi propio planeta cuando el presente está ahí, con la música, con la mujer de al lado, con el niño grande que lleva en brazos, con el paisaje: no existe dentro de un rato, me vuelvo a decir. Creo que me va bien, de vez en cuando arranco de aquí o de allá un poquito de sabiduría y me hago un sandwich con ello. Pero hoy, nada de tomar un tema concreto, me lo prometí esta tarde.

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Chichiriviche

Delia, la dueña del lugar donde nos albergamos, es una mujer arrolladora, con una vitalidad tan grande que a poco de conocerte parece que te absorbiera y tú ya no pudieras decidir qué velocidad de ventilador poner, si dejar la ventana abierta o si correr la cortina. En los cinco primeros minutos después de haber entrado a su posada ya había desplazado a dos chavalas alemanas a la habitación de al lado, nos daba la posibilidad de ir a la que se supone iban a desocupar, nos había vendido el paquete turístico de su hijo Andrés (barca por canales, manglares, cayos, etc.) y había decidido dónde íbamos comer (de frente, el mar, a la derecha, unas pizzas, pescadito, riquísimo...), todo en un tono de alegría y felicidad perpetuas acompañado de una expresividad manual fuera de lo común. Horas después salíamos a cenar huyendo de sus recomendaciones como quien huye del diablo. Es una mujer capaz de ocupar en la memoria todo el lugar que podríamos reservar a Chichiriviche, los cayos, los corales, el pescadito rico que nos comimos...

Hoy había una poesía de Dámaso Alonso en el correo de Marisa. Versos que uno no sospecha en este poeta:

Estoy vivo y toco.

Toco, toco, toco.

Y no, no estoy loco.

Hombre, toca, toca

Lo que te provoca:

Seno, pluma, roca,

Pues mañana es cierto

Que estarás muerto,

Tieso, hinchado, yerto

Toca, toca, toca,

¡Qué alegría loca!

Toca, toca, toca.

(Dámaso Alonso)

Coro

Esta tarde hicimos una escapada a las lindes del desierto, una mirada sólo para ver cómo se escondía el sol en un horizonte incierto en donde la línea nítida y recta de la tierra oscura parecía entreverada a los reflejos de un mar lejano. Nos pusimos a andar rápido pensando en que nos diera tiempo a llegar a aquello que se mostraba como mezcla de agua, islas, tierra; pero las referencias en el desierto son siempre engañosas, no sabes si hay dos kilómetros por medio o cincuenta. Efectivamente se nos hizo de noche, aunque pudimos rescatar un par de diapositivas para nuestra colección. De vuelta a la carretera tuvimos suerte, una camioneta nos devolvió a la civilización. El conductor, además de regalarnos con una conversación amena, nos despidió, ya en Coro, con un oloroso melón entre las manos. Mañana intentaremos madrugar para recorrer las dunas de parte de este minidesierto que llaman Parque Nacional de los Médanos. El desierto siempre me pareció uno de los paisajes más fascinantes de la Tierra.