Es hora de volver a casa

Nazca Mañana de gallos a la sombra de un cañaveral trenzado. Las ramas de una mimosa arrancan del alféizar entre varas de hierros que cimbrea el aire. Calor. Mañana de lectura y viento. Cruza la terraza, como vaharada y memoria de otros viajes ya lejanos, las notas de una canción de los Beatles.

Dichosos los que desarrollaron la capacidad de llorar y reír. Hoy me siento entre ellos, y no porque aspire a poseer el reino de los cielos, sino porque llevo media tarde de lectura y descubro que ello me hace feliz, que despierta mi ser infantil, llama a la ingenuidad de los tiempos mozos, me siento invadido por un puñado de melodías que tienen la capacidad de levantar con sus zapatones de humor el polvo de los recuerdos y de las intuiciones tempranas. A mí siempre me dio vergüenza confesar que era un mal lector; cuando leía en la introducción a los cuentos completos de Juan Carlos Onetti, escribir a Antonio Muñoz Molina con empaque sobre los buenos lectores, él haciendo gala de recordar montones de detalles de relatos de Onetti, que había leído veinte años antes, recuerdo que se me encogía un poco el ánimo y me sentía poca cosa desde mi estado de despiste y desatención; pero ahora, después de haber leído a Pániker escribir que él es un pésimo lector y que lo que le interesa de la lectura es lo que provoca en él su capacidad de interpelar, pensar, escribir, me siento menos redimido; vamos, que no es que me sienta ni menos ni más, sino que entiendo que cada uno debe leer como le venga en ganas y que de pm si lloras a rabiar y te ríes encima y que otro tanto si no te enteras del todo (sea el Musil de turno o el Godard de paso), siempre que la cosa quede como bailando en el ánimo. La calidad musical o poética de la lectura en este caso, esas notas vibrando en el aire que no hay manera de saber de donde vienen, esos trozos de historia que nunca lograremos localizar, ese gesto fútil de querer agarrar un loro desde el extremo de una escalera y caerse muerto que inventa García Márquez, o, si se quiere ese “nunca he logrado comprender cómo es ese aparato” que exclama Fermina dos o tres días después de su noche de boda cuando el temporal marino les deja resuello y calma para enfrentarse a la noche, (algo parecido a la memoria que hace Isabel Allende en Paula, de su primer novio cuando en la proximidad del primer beso le confundía el animal empinado de carne viva con las llaves de la moto sumergidas en el bolsillo del pantalón). Todo ello, debe ser un ejemplo del abigarrado tapiz de sensaciones y experiencias que hace que la lectura se nos imponga como actividad terriblemente prometedora, una fiesta a lo grande de tanto en tanto.

Ese es el estado de ánimo de las circunstancias de hoy con el mar delante de la ventana, la luna llena encima de los arcos de la terraza, la nula obligación de hacer nada que no sea la satisfacción de las necesidades más primarias. Un puñado de libros que leer nos esperan. Mañana por la mañana saldremos a correr por la playa, primera carrera en cuatro meses. El metrónomo que teníamos bajo los pies y que nos empujaba constantemente, hace ahora un ploc ploc moribundo, a punto ya de pararse exhausto junto a las olas del Pacífico. Ya no volveremos a darle cuerda hasta dentro de una temporada. O quizás sí, y entonces sea para acompañar otras músicas diferentes que le salgan al cuerpo.

Poco que decir de Nazca. Si no estuviera el reclamo de los extraterrestres sobrevolando por estas tierras sólo sería un pueblo en el páramo.

Pisco

De las perchas de la habitación del hotel cuelgan hoy prendas novedosas: una camiseta blanca y unos pantalones cortos de licra, el vestuario propio de las mañanas de correr; cuando entro en él me gusta verlo, es como si me encontrara con un viejo amigo. Al amanecer corrí por la playa, después me senté un buen rato a mirar las olas. Escribí también unos pocos versos que dediqué a mis hijos. Lo mandé con el correo de la tarde.

OLOR A MAR

El eterno presente del mar

roza la mañana de mi paseo,

mece mi pranayama matinal frente a las olas.

Sabe a Asturias

el mar de hoy,

a invierno,

a paseos tempranos

en la playa desierta

de cuando Guillermo era peque

y corríamos por la arena

a ver quién ganaba a quién.

Sabe a intemporalidad,

a rumor de agua

que llena de fragor el aire,

lo ahueca, lo escarda, estalla

y corre como fiesta de trombones y timbales

como un torrente que se alejara

por la concavidad del valle,

brioso, determinante,

acariciando con su cola de dragón

otras instancias de la playa.

Y yo miro desde mi oscuridad

de ojos cerrados

el tiempo que no existe,

el presente que baila

al empuje rítmico del mar tranquilo,

y recuerdo el mar

de cuando Víctor era pequeño

de cuando Mario y la cara pepona y coloradota de Lucía

con su rostro ceñudo de enfado,

posaban en los brazos plenipotenciarios de su madre,

(orgullosa ella frente al mar

con un jersey de bandas blanquirrojas),

como dos elfos de ojos de plato

que estrenaran mundo.

Miro el tiempo de cuando el mar era intensamente azul,

o naranja

o gris perla,

y nos acunaba en la noche

con su vaivén de olas

y su titilar de estrellas cantarinas

y, apiñados y mecidos

en la oscuridad sonora del Cantábrico,

nos decíamos buenas noches con un beso

a la vera espléndida de ese eterno presente de hoy.

* * *

Entra el sol en la terraza, un agradable sol de invierno que comparte con la brisa la bondad de la tarde. El gorrión que habita en el tejadillo de la caseta del perro, bajo la terraza, da saltitos sobre la tapia y deja el reflejo de su silueta sobre la línea del mar; debe de atender a algún pajarillo bajo una teja, porque de tanto en tanto viene con algo de comida en el pico, mira a derecha e izquierda, y, cuando está seguro de que no hay moros en la costa, da un brinco y se mete bajo la teja rota. A Leo, el perrazo guardián del lugar, no le llega el sol, sin embargo; pero a él le trae al fresco el sol, lo que él quiere es estar con la perrita Mufi, su entrañable compañera. El primer día aquí no nos dejó dormir por la noche, llorando como un enamorado sin remedio. Temprano, al día siguiente, ya estábamos poniéndole el asunto a la patrona en la mesa de la recepción: o el perro o nosotros. No cayó en la cuenta hasta entonces de que Leo había dormido solo en su patio. Leo estuvo toda la noche reclamando la compañía de su perrita, que no abultaba más del volumen de su cabeza. El segundo día, cuando me levanté, fui a contemplar la razón del silencio que había reinado toda la noche en el lugar. Me asomé a la baranda de madera: allí estaba los dos, dormidos como amantes acurrucados uno en el regazo del otro. Era una escena enternecedora.

El mar es una cosa ancha y brillante hoy después de nuestra excursión a Paracas; está más solo que de costumbre, hoy los pescadores cumplen con el mandato del día de guardar. Al fondo sobresale la silueta de una isla, lo demás es puro océano. La forma combada de sus aguas se apoya en la muesca de esta costa y debe dar casi la vuelta al mundo hasta encontrarse, qué sé yo, con el sur de China supongo, para colocar la suela de su otro zapato. El mar es muy grande. Esta tarde tiene un chorro de luz encima tan enorme que impide que se le pueda mirar; su amigo el sol ha dejado un montón de estrellitas bailando más allá del encaje de las olas.

En la tarde hay más cosas, pero esas son las principales; lo libros en las mesas, el hombre y la mujer que escriben y leen todo el día, varias sillas; unos colgantes de arcilla no cuentan, sólo son enseres esporádicos de este lugar. El hombre y la mujer, además, se marchan mañana temprano para Lima.

El hombre y la mujer concluyen un larguísimo viaje por América Latina, es hora de regresar.