La Habana

La Habana. Noche. Un sexto piso. Temperatura agradable, una ligera brisa se cuela por la ventana. Un par de conversaciones en la calle, fachadas fotográficas; la pátina del abandono de los edificios hace maravillas, restos de tiempos mejores por doquier; como si la gente de los barrios pobres se hubiera mudado a la calle Serrano cincuenta años atrás, aprovechando la oportunidad de que los moradores anteriores hubieran huido precipitados en el mar o en río Manzanares. En el malecón, sentados en un banco de madera, charlamos largamente con un hombre de setenta años; ellos mismos no parecen superar sus propias contradicciones: el amor a Fidel que les trajo la salud y la educación gratuita, frente a la falta de libertad y la carencia de los bienes de consumo más elementales. La parte de la ciudad que recorremos tiene el aspecto de un barco que se hunde poco a poco, quizás desde hace medio siglo. Me recuerda alguna de las calles de la India. El bloque en donde nos albergamos tiene, por el contrario, mucho parecido con la casa que habitamos en Moscú hace unos años. Los locales que ofrecen los productos vendidos con la cartilla de racionamiento son muy similares a la que conocimos en Eslovaquia y en otros países del Este hace ya unas décadas: curiosa coincidencia. Lo más importante: gente cálida y amable, franca, solamente un hombre maduro sentado a la puerta de su casa se negó a ser fotografiado, el resto: hombres y grupos de jóvenes y mujeres mostraron gusto en ello. Un excelente muestrario fotográfico en todo caso.
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No, definitivamente no. Sí a los cubanos pero no al sistema, no a esa idea de que los turistas sean abultadas billeteras llenas de dólares que hay que asaltar a toda costa. Cinco euros los extranjeros, veinte céntimos los cubanos, para entrar a ver museos que exhiben cuatro cosas; todo es un poco así. Paseos insignificantes por Sierra Maestra, que desde luego no será el Parque Nacional de Ordesa, casi los cincuenta euros por persona. Crazy! Leo toda la tarde sobre los cien últimos años de la historia de Cuba. El Che debía de entender de muchas cosas pero creo que no comprendió, igual que no comprendieron los rusos, que el hombre no sólo vive de incentivos morales, de ideales —y menos las masas—. Se cargaron los negocios, las pequeñas empresas, también una parte notable del trabajo de la tierra, se burocratizó la vida. A partir de determinado momento había que poner en el norte de cada uno un dudoso bien general. Mirando la calle es difícil saber de qué vive la gente. Desaparecieron los mercados, los vendedores callejeros, los pequeños negocios, se ve mucha gente vagando por la calle; la población de La Habana vive sentada a las puertas de sus casas. El dinero no se mueve, no se puede mover porque no hay. Los dólares son requeridos ansiosamente en todas las esquinas. La época de pedir los bolígrafos por la calle persiste aquí como un hecho sociológico fosilizado que creíamos había desaparecido en el Moscú de los años setenta. Tiendas de dólares y tiendas de pesos. En las de pesos, nada, apenas nada; en las de dólares bastantes más posibilidades. Ergo, conseguir dólares, si no tienes dólares sólo comes frijoles y arroz. Nos encontramos una pareja de aspecto aseado, indagamos, tienen treinta y cinco años, la revolución cuarenta y tres, no han conocido otra cosa, disfrutan de quince días de vacaciones cada seis meses, pero lo único que pueden hacer es sentarse a la puerta de casa, no hay indignación, no saben, no han vivido otra cosa. Visitamos una escuela: la foto de los héroes de la revolución en el centro, un busto de José Martí preside el vestíbulo, el Che desgreñado de siempre un poco más arriba, algo más ostentoso que los retratos de Franco en nuestros mejores tiempos: la escuela está en pleno centro, casi como un stand más para el turismo (no tiene mucho objeto la puerta de una escuela abierta en plenas vacaciones, puesta ahí como piso piloto). Hablamos con el encargado... parece la voz de su amo. Al final de la tarde el gusto por el pintoresquismo de las calles queda parcialmente anulado; la pátina del tiempo, los colores, la gente sentada en los portales, el mundo afrocubano despreocupado y amigable, desaparece el impacto de lo nuevo. Perdieron muchos años, ahora tienen que redescubrir otra manera de hacer economía, fomentar la iniciativa privada, dejar que el dinero se mueva. Mientras caminamos conversamos sobre la libertad. Llevamos treinta años hablando de libertad, el tema es inagotable. Amamos la libertad, es requisito indispensable para vivir con dignidad. Habría que hablar también del hambre y del reparto de la riqueza, también; pero cada vez creemos menos en la bondad innata de nadie, personas o entidades, parece como si la verdad última fuera que a los individuos sólo les salvara su propia fuerza, sus potencialidades puestas a bregar contra la adversidad. No se pueden olvidar grandes consecuciones, pero es evidente que Cuba es un barco que hace aguas desde el punto de vista de aspectos fundamentales del ser humano. Es imposible dejar de proyectar sobre la realidad cubana el hecho de nuestra realidad en Europa, nuestro sentido de la vida y la libertad. No me siento a gusto en este país, mis expectativas quedaron rotas. Los autobuses y trenes reservan plazas para los turistas, con un precio veinte veces mayor. Me siento como en esos buses que había en Estados Unidos o Sudáfrica en donde los negros y los blancos ocupaban distintos lugares. Los turistas somos de color verde, de aspecto algo sobado, papel moneda con numeritos en las esquinas, en las orejas, que dicen 5, 10, 20, 30 $. Las instituciones, las iglesias, los museos, los medios de transporte, la entrada y salida del país no te miran a ti, miran tus orejas verdes, el panzudo vientre de un célebre personaje americano con el letrero encima de The United States of America. Cuarenta y tres años de ausencia absoluta de libertad son demasiados años. El entusiasmo que generó la revolución se ha ido enfriando hasta convertir este país (da lástima decirlo) en un lugar insufrible, un galimatías a la caza del dólar en donde participa no sólo el estado sino la población en pleno. La verdad es que estamos saturados. No hay persona con la que hablemos que no quiera desfogarse con la suelta de todos los despropósitos del sistema. Esto no está hecho para nosotros; hoy se nos pasó por la cabeza la idea de adelantar nuestro vuelo camino de Venezuela. No sabemos qué resultará, o si encontraremos libros lo suficientemente interesantes como para tumbarnos en alguna playa cercana donde el amanecer y el crepúsculo pueda dar parte de nosotros.
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Hablo con Jaime Sabines. Si me preguntaran diría que sí, que esas cosas tarde o temprano las pienso. En el revoltijo de lo humano cabe todo, toda clase de días, los ruidos nocturnos, la tristeza, los anhelos que bajan del cerebro al bajo vientre, la sinopsis universal, la esperanza de un gesto; fornicar, al cabo es como intentar atravesar el más allá, ese trozo de infinito que nos sugiere la exploración de otro cuerpo, ese que apenas existe más que en deseo pero que creemos atajar con la plena energía de nuestra obsesión. Quizás centrando en ello buena parte de mi energía logre ir engañando a mi propia clientela anímica. Primero fue Dios, inconmensurable fusión mística con una idea imposible, después fue la mujer representada por la mitad del género humano, vestida con los atributos de la liturgia, del rito que nos adentra en el camino al otro lado de nosotros mismos. Deja que la vida entre en ti. Se podría hacer una gran trenza con las citas con que poco a poco vamos hilvanando la correspondencia de este verano.