Lima

La mañana es una masa lechosa de niebla agarrada al lecho de la ciudad. Garúa, la llaman aquí, y dicen que es así durante la mayor parte del año, este ambiente cerrado y brumoso que ya preveía ayer cuando el avión descendía hacia la pista de aterrizaje. Me encogió el estómago verle moverse a trompicones a partir del momento en que se sumergió, desde el cielo despejado, en la masa compacta y gris del cielo de Lima. Atrás quedaban los colores cálidos de la masa plana de nubes que se había tendido a nuestros pies como una inmensa nevada A la brillantez nívea del comienzo del aterrizaje siguió una inmersión repentina que fue espesando el gris aceleradamente como si uno estuviera atravesando una escala de color que comienza en la tonalidad más tenue y termina cerca del negro carbón. El pequeño temor que siempre se produce cuando el avión se acerca a la pista, se hizo inquietud atravesando el sombrero éste de la ciudad de Lima que hace que no sea posible ver el sol a ninguna hora del día. Sólo a pocos metros del suelo la espesa gama de grises vuelve a diluirse quedando suspensa en el aire como esa nube de smog que yo imaginé cuando leí a Ítalo Calvino un mes antes.

La primera impresión nada más despertar al día siguiente es la de no saber qué coño hacemos aquí; la guía dice que se puede venir aquí por los limeños que son muy agradables, porque se come muy bien, y la última, y más irremediablemente convincente, porque todos los caminos pasan por Lima y en consecuencia no hay manera de evitarla. Así que aquí estamos, en medio de la garúa matinal, yo metido en la cama bajo una manta, y Victoria, valiente ella, a cuero vivo haciendo sus ejercicios matinales de reiki.

De momento tengo una curiosidad que observar, mi tristeza; voy a proponerme no quitarle ojo durante todo el día a ver si descubro sus perfiles y algo de su componenda interna. Se me ocurre que entre un andaluz y un gallego media la diferencia de un carácter del que no debe de estar ausente ni el calor del sol ni el orvallo agarrado a la costra de la tierra. A lo mejor ayer descendiendo de los aires y del calor de la selva me dio un bajón relacionado con la meteorología. De momento ya me fue imposible ver la Cordillera Blanca, o el Huascarán, con sus casi siete mil metros, y que tenía que haber sobresalido esplendoroso aupado por los glaciares al otro lado de la ventanilla del avión; sólo en algún momento, y ya a babor, pasamos por unos enormes desiertos de montañas peladas donde parecía imposible que corriera un hilacho de agua.

Mi tristeza quizás tiene que ver también con el cansancio. Como quien tiene un gran trabajo por delante después de haber cumplido puntualmente tres meses de vagar por Latinoamérica. También apatía, hablamos continuamente de estos países con una enorme desesperanza. La tormenta daba sus últimos coletazos sobre el puente de popa, conversábamos con el patrón del barco de popa, que ya antes había sido evacuado ante la violencia del temporal; sólo quedaron allí los amantes de la violencia diluvial y del fragor de los truenos, y el hombre había subido a visitarnos; debía de estar intrigado con esa pareja de españoles que se pasaban el día meciéndose en la hamaca, con un libro o con el ordenador en las manos. La conversación cayó inevitablemente en los problemas endémicos de estos países: la corrupción, la pobreza, la natalidad galopante, la ignorancia, la religión fomentadora de tantos males; todo ello en contraste con los recursos, a veces numerosos, mal aprovechados o expoliados por los ladrones de siempre.

Enumeración sucinta para una antología de la mañana: tristeza, añoranza de casa, cansancio, inseguridad ante los retos por delante, este andar como huérfano por el mundo, esa necesidad que debían de tener las hordas primitivas que emigraban, de pasar largos periodos de tiempo de sedentarismo justo hasta que empezaban a sentir la llamada de volverse a poner en marcha. ¿Nos encontramos una vez más con las secretas codificaciones grabadas pacientemente, gota a gota, durante milenios en nuestras circunvoluciones cerebrales?

Escritura, rezos de la mañana, estiramientos, afeitado de barba de una semana, ducha y, en seguida, noto que el día se abre mejor, mi tristeza se ha hecho más delgada. Hago el macuto, el fardo con las hamacas que envuelven ya la parte gruesa de nuestro equipaje (el refajo que digo y que Victoria, poniendo los puntos sobre las haches, que dice un personaje de Rómulo Gallegos, comenta que no es un refajo), y constato que estoy cantando. Quizás no estoy triste, vuelvo a hablar conmigo —y esta mañana todo parece monólogo interior—, y nombrar la tristeza es sólo un recurso de escritura, que ahora es a mano y sale fuerte e incisiva, de anchos y veloces trazos sobre el papel, de manera muy diferente a otro día anterior que era sedosa y como brotando de la paz infinita del río y de la calma matinal.

Y como esta mañana hablé de Lima es necesario volver a hablar de Lima para corregir el ángulo de tiro. La Lima de anoche, la de la nube de smog de esta mañana, no se parece en nada a la Lima de la calle después de encontrar un hospedaje acorde con nuestros gustos en el puro centro, junto a la Plaza de Armas, en una calle peatonal llena de humanidad y colorido. Poco después del mediodía, incluso sale el sol, débil y acariciador, como ese de Madrid que asoma en algunas mañanas de domingo por el Retiro o por el paseo de la Castellana, y se instala en la Plaza de Armas entre el color de las flores y la multitud de viandantes.

Volaron tristeza y cansancio. Bendita capacidad del cuerpo para regenerar energías y ganas de. El agradecimiento, ahora, a las circunstancias. Un primer piso con ventana a un patio donde llegan los ruidos de una tele lejana, las incoherencias de un loro y los gritos de la chica encargada del hotel que se deja perseguir por un mozuelo de su edad.

Saboreo un rato de soledad que Victoria aprovechó para rebuscar en las librerías de viejo. Una amplísima mesa junto a la ventana y, como tantas veces, la suavidad del portátil bajo las yemas de los dedos. Poca cosa para estar bien una tarde de sábado en una lejana ciudad de América. Es el momento de dedicarle tiempo a El llano en llamas.