Curso medio del Amazonas

Junto a mi hamaca era la permanente presencia de mi vecina, su pesadez corpórea, su voz áspera y desganada gritando el Jefferson de rigor, sus pechos sobresaliendo indolentes a cada instante por debajo de la blusa para dar de mamar a su nena. Ese alentador escenario que es la calle para mirar a las mujeres perdía su frescura en el trasiego humano del barco; aquí todo parecía más vulgar, la sensualidad parecía haber sido defenestrada por la conjunción de la convivencia y la satisfacción de las necesidades elementales cotidianas. Me preguntaba si no sería la sensualidad cosa sustancialmente del coco, pura imaginación al servicio de un sofisticado instinto creador que busca hacer brotar de la realidad un fuego que duerme escondido en la pura madera del cuerpo. La vulgaridad, la realidad rala, son incompatibles con el disfrute de los bienes que se derivan de la sofisticación de un cerebro desarrollado. ¿O quizás habría que decir de una sensibilidad desarrollada?, o ¿estará uno implícito en lo otro, la sensibilidad como parte de un cerebro avanzado? Pero ¿y qué es un cerebro desarrollado? ¿O será que el juego está más bien en un aprendizaje basado en las posibilidades que ofrecen nuestras relaciones con el entorno, y en la forma en que nosotros damos complejidad a las maneras simples y buscamos combinaciones creativas que alimenten alguna conexión neural tendente a generar placeres no elementales?

De todas las mutaciones posibles sólo subsisten aquellas que ponen al individuo en mejores condiciones de supervivencia. De la misma manera, la sofisticación de los caminos de la libido no tendría una historia diferente, lo sofisticado va abriéndose camino en la historia de cada uno, de una sociedad, en función de una concatenación de actos perdurables que se han ido acumulando unos a otros y que en última instancia suponen un bien adquirido producto de una larga elección entre posibilidades múltiples. Cuando identificamos ciertas circunstancias como sensuales, por ejemplo, y otras no, lo único que hacemos es reconocer el modo de apreciar el cerebro la realidad en relación a sus intereses particulares. Las mil y una locuras relacionadas con las sofisticaciones del acto sexual y sus concomitantes, no pueden tener otra explicación que la selección de un importante número de gestos, hábitos, modos de insinuar, moverse, vestirse, tendentes a satisfacer un placer que debe de estar en hombres y mujeres grabados con la intensidad de lo insoslayable.

Aquel día no estaba seguro de que la religión hubiera sido un elemento de alienación, cada uno se defiende de la soledad como puede, “Sonríe, Jesús te ama”, decía la camiseta de un pasajero que pasó junto a mi hamaca (“Sonríe, Jesús te ama”. No te preocupes, no sufras, hay alguien que está junto a ti, alguien te ama, no estás solo, dice implícitamente esta leyenda). Generamos una sensualidad, una mano prensil, un cerebro avanzado, una religión. El individuo, el organismo social no debe explicar nada; de todo el muestrario de variaciones posibles, de mutaciones que la aleatoriedad introduce en el individuo o en el cuerpo social, perviven las que son útiles en un entorno. La utilidad de la religión en determinados estadios de desarrollo individual, social, cultural es obvia esta mañana mirando a este gentío que comulga con las mismas consignas y con un modo de equilibrar sus desventuras y sus querencias.

La derivación de la religión a partir del principio del placer estaría en el ámbito de una de las aspiraciones más genuinas del hombre: consuelo, amor, protección contra las inclemencias, remedio de todos los males, superación de los imponderables y, de remate, broche impecable, el gran invento: la posibilidad de trascender la muerte. No encontró el hombre nunca una herramienta más prolífica y versátil que ésta de la religión para enfrentarse al mundo e intentar superarlo. Las supersticiones tuvieron que ganar en complejidad y riqueza para así poder hacer frente a la multiplicidad de las cuestiones que se planteaban.

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Por la tarde terminé Doña Bárbara, fin a la pasión por el llano y por los grandes ríos, también a los grandes amores y a los designios de la llamada interior.

Rememoramos frente a las últimas luces del día nuestro mejores momentos. Si te fueras a morir dentro de un rato, ¿qué recuerdos crees que convocaría tu memoria para ese instante?, le pregunté a Victoria. Ayer me asaltó ese mismo pensamiento por la mañana. Lala proa. Tomamos nuestro café. Era el ambiente de los buenos momentos, anchos, espaciosos, hechos de la inmensa serenidad que brota de la naturaleza. Mi memoria convocaría en primer lugar a la montaña, a todos los rincones de la naturaleza que dejaron en mí la temprana impronta de las vivencias más nobles, y la poblaría enseguida con la presencia de unos pocos hombres y mujeres; no hace falta nombrar a nadie, ya sabéis vosotros quienes sois. oscuridad se adueñaba lentamente del río, había pequeños remansos de luz sobre su superficie, Venus se reflejaba junto a

Las constelaciones del sur se asomaban por el horizonte, el arco sobre el cielo de la luna y el sol, cambió también de posición; ahora, pasada ya la línea del ecuador, había que buscarlo hacia el norte. Recordamos juntos la aventura solitaria alrededor del mundo de Julio Villar, en ¡Eh, Petrel!, metido en una pequeña embarcación de catorce metros de eslora. Si a mí la montaña fue suficiente como para poder convocar en una última tarde de vida al grueso de los recuerdos, ¿qué sería una experiencia como la de este hombre, la de tantos que hicieron en sólo unos pocos años una cosecha cien veces superior a la mía? Seguía envidiando a los hombres solitarios que se aventuraron con el petate y poco más a lo largo y a lo ancho del mundo con la casi exclusiva intención de encontrarse consigo mismos y con un trozo de naturaleza. El recuerdo de Julio Villar me lo trajo la constelación en la que pacía Aldebarán, una estrella que se ve poco en nuestras latitudes y que él nombraba en algunas ocasiones como referencia de su navegación. Permanecimos hasta muy tarde ensimismados en la contemplación de la noche; en algún momento viene una fragancia que inunda la borda. Era una vaharada penetrante que llenaba de resonancias los sentidos; la orilla desvaneciente, los restos remotos del crepúsculo sobre el río llegaban hasta nosotros dejando constancia del instante grabando en la memoria un momento de excepcional belleza y placidez.

Me levanté pronto para ver amanecer, pero el barco estaba en puerto, el sol se alzaba tras los árboles. La mitad de los pasajeros habían desaparecido en el transcurso de la noche. La mujer indígena que leía constantemente el Evangelio junto a mi hamaca, un rostro bellamente ovalado y adusto, se cepilla los dientes en el lavabo común de cubierta y deja la loza, impoluta hasta entonces, llena de una pasta rojiza con aspecto de hemorragia biliosa. Durante todo el día ya no pude ver a mi vecina sin que mi retina se viera iluminada por aquel coágulo sanguinolento.

Por la mañana el boli corría voluptuosamente por la superficie del papel, el río se había estrechado y la temperatura a la sombra era acariciadora. Vemos y miramos como el sediento que se bebe un vaso de agua fresca... como si reconociéramos en ese cuerpo que tenemos delante una parte de nosotros mismos, esa mirada que querría encontrar en la realidad de la mañana rasgos de una existencia vivida en algún momento anterior. Pero también la incógnita de las concomitancias entre mi cuerpo y el del otro, entre mi espíritu y el suyo. Los cuerpos estaban ahí por la mañana como servidos para desayuno de mi curiosidad. Desembarcó la madre de Jefferson y, ahora, su espacio de hamaca había sido ocupado por dos hombres mayores que miraban ausentes al techo; la chica de la hemorragia bucal había encontrado dos acompañantes que le daban motivo para una risa tontibonita. Tenía una gran facilidad para tocarse esa gente brasileira; me gustaba verlos tontear, acicalarse, flirtear; sus miradas bovinas contra el crepúsculo de la tarde en la apartada baranda de proa reflejaban deseos difíciles de satisfacer entre la saturación humana de cubierta. El señor mayor de mi derecha, de pelo cano y mirada ausente, fumaba, adusto, serio, impasible ante lo que sucedía a su alrededor.