Navegando por el Amazonas

La hamaca fue el remanso que encontramos al cabo de dos meses de un viaje que nos había llevado desde Ciudad de Méjico a través de Centroamérica, con un breve vuelo a Cuba, hasta la gran vena de agua que atraviesa Brasil. Mirar la vida desde la hamaca, enfrentar las ideas, los recuerdos, las percepciones desde el vaivén amazónico. El barco ha zarpado en Manaus y, corriente arriba, se dispone a afrontar un viaje de diez días con destino a Iquitos, la legendaria ciudad de la selva peruana a la que el Fitzcarraldo de Wernerg Herzog quiso adornar a principio del pasado siglo con un teatro de la ópera que rivalizara con el de la Escala de Milán. Fitzcarraldo tenía mucho de Mahler, fuertes, visionarios ambos, la grandiosidad de la selva, el trabajo de alzar un buque por las laderas de una montaña para ganar el codo inexplorado de otra gran corriente de agua. Trato de situar el primer movimiento de la octava sinfonía en el fondo de las primeras secuencias, cuando la nave empieza a alzarse sobre la superficie de agua como un milagro mientras cientos de brazos indígenas mantienen firmes la tensión de las cuerdas sobre las poleas y los cabrestantes. Es un canto al esfuerzo ciclópeo del hombre por expresar ese grado de locura que necesita el espíritu para acercarse a la plenitud; lo que nace del agua en el arranque del primer movimiento con un rotundo acorde es tan hermoso como la creación del mundo; el barco emerge del río y empieza su andadura por la ladera de la montaña. Herzog inventó las montañas en torno a Iquitos, las necesitaba para izar su barco por una ladera y para despeñarlo a continuación por la corriente abajo de un río salvaje. La selva de Iquitos nunca se eleva por encima de las enseñas de los barcos que la atraviesan, pero no importa, parece como si el hombre tuviera necesidad de un reto en cada momento de su vida; si las circunstancias no nos llevan a ello, habrá que inventarlas, como hace Herzog, a fin de poner a prueba nuestro espíritu adormecido. La vida sin retos será poco menos que esa calma tropical en donde ni las estaciones ni los estímulos tienen parte.

La hamaca es un artilugio que dispone, por su naturaleza náutica y aérea, a la reflexión, a la enunciación, a la asociación de los recuerdos; mucho más cómoda, creo yo, que esa chaise-longe en donde Thomas Mann hace yacer a su protagonista de la Montaña Mágica, durante un considerable número de páginas. Los contrarios se tocan, la calma tropical del Amazonas y la estación de alta montaña suiza, pueden ser un excelente balcón sobre la vida, a condición de disponer de un tiempo suficientemente dilatado para contemplarla.

El barco había zarpado, el sol del crepúsculo se había hundido en el agua dejando sobre su superficie el brillo descolorido de la ceniza. La luna se dibujada tenuemente en la superficie del río y yo la miraba desde la cubierta demorarse mecida en un perezoso balanceo. De pronto tuve la sensación de haberme liberado de un puñado de obligaciones, el ajetreo de los buses, los madrugones, la correspondencia; el cuerpo me pedía tranquilidad, tiempo para mí, sesiones de hamaca. Me parecía un regalo no verme empujado por nada que me apremiara a moverme en una dirección determinada.

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Me había despertado en acompañado por el leve ronroneo de los motores del barco, la calma chicha del agua del río. La mañana estaba fresca, era lindo el lugar, la orilla, ahí a la mano, con sus pequeños poblados de vez en cuando, los cayucos de algún pescador, las arboledas adornando la orilla permanentemente; todo parecía como recién estrenado a esta hora. Era agradable sentarse después de dejar al cuerpo en condiciones de armonía física consigo mismo —el baño, el desayuno, el frescor de la pasta de dientes— a ver la mañana y decirse: bueno, veamos qué nos trae hoy el día.

¿Cómo será vivir aquí, a la orilla del río, me preguntaba, sin otra conexión con el mundo que esta masa de agua? ¿Semanas, meses, años, ausentes de comunicación, sin otros nexos ni tensiones que las que fuera capaz de generar el cuerpo y las relaciones con las personas y el medio? En la orilla veía a una muchacha cargada con la mochila de ir al cole. Habría escuela, aunque fuera remota, habría gente aunque estuviera diseminada, la selva no es impenetrable, se puede caminar como un pinar guarrameño; a lo mejor era lo mismo, a lo mejor no había nada remoto ni del todo exótico. Probablemente lo verdaderamente exótico seguiría estando en las posibilidades que nos ofrece el cerebro, las exigencias de pensar, crear algo nuevo: estar vivo, arreglar una casa, echarse al río a pescar, recibir el calor del sol o la brisa del atardecer

Sin embargo era imposible no pensar en el elaborado producto de la cultura que fue fabricando el hombre, un acto inútil querer prescindir de él, porque esa cultura nos hace seres más densos, más autoconscientes, la cultura engrasa la maquinaria del espíritu e imprime densidad y profundidad allí donde en un principio sólo existía la brutedad arborícola de nuestros antepasados. La cultura no es otra cosa que la posibilidad de que el ser alumbre conciencia de sí, crezcan flores donde sólo había cardos y piedras, sonidos armoniosos donde sólo el ulular del viento hacía acto de presencia de tanto en tanto. Y ser selectivos, exigentemente selectivos porque son muchos los caminos fáciles y rotundamente equivocados, equivocados hasta el punto de hacer perder la cabeza y el sentido de la realidad al más pintado. Buen olfato, oído fino, atención a los signos.

Surgían estas cosas del ambiente apacible de la mañana, era agradable especular frente al paisaje; invitación a la reafirmación de lo básico, materia visual para hacer acopio de lucidez, no fuera a ser que algún día nos perdiéramos en alguno de los laberintos que produce indiscriminadamente nuestra adelantada maquinaria social.

¿Qué era aquello que acontentaba mi espíritu, le daba esta mañana ese aire relajado de bienestar? El camino que siguieron nuestros organismos durante estos meses sí parecía estar poniéndonos en condiciones de hacer, “Ce qui est difficile ce n’est pas de faire, mais de se mettre dans l’état de faire” (Brancusi), citaba hace unos días Salvador Pániker en su Cuaderno amarillo. Mi ojos se demoraba en las nubes y los grandes árboles de blanco tronco, e intentaba adensar los recuerdos y las vivencias alrededor del ánimo sobrevenido de esta mañana de navegación. El río Amazonas sólo es Amazonas entre Manaus y el océano, cuando el río Negro y el Solimoes unen sus inmensos caudales. La unión de estos dos ríos es el espectáculo de la fusión de dos grandes historias: el negro intenso de las aguas que bajan de Venezuela junto al Orinoco, mantienen su reservada distancia con aquellas color terroso del Solimoes, que nace en los Andes. Ambas aguas caminan dentro del mismo cauce, unas al lado de las otras, sin fundirse. Pasarán muchos días de navegación antes de que la cercanía de una y otra termine por resolverse en un caudal único. Así probablemente nuestra relación con las personas, caminos largos que recorrer juntos, la experiencia de los rápidos, el aire de la noche llenando de brillo de estrellas la superficie calma del agua. Quizás sea esto de flotar uno junto a otro el amor, no lo fugaz, sino eso que llegados al delta, al final de la vida, recordaremos con extraordinaria sensación de bienestar; lo que permanece, lo que es capaz de enquistarse en nosotros como parte de nuestra propia médula.

La hamaca, el chinchorro, es un instrumento idóneo para asentar el cuerpo y dejarlo ir por los caminos que el ocio puede ofrecerle. El agua se movía indolente entre la orilla y el barco. Me llegaba un fuerte olor a orines, los criajos de al lado habían empapado la hamaca vecina en el transcurso de la noche. Frente a mí una joven leía un volumen del Nuevo Testamento; en la hamaca próxima una nena se agarraba a la mamiteta mientras manoteaba el otro pecho de la madre, que dormía despanzurrada sobre el chinchorro metiendo el pie dentro del Nuevo Testamento de la vecina. La madre no tenía más de dieciocho o diecinueve años, la nena sólo se tranquilizaba agarrada a la teta o correteando por cubierta; su mamá llamaba indolentemente a Jefersson que, con sus tres años, no es capaz de estarse quieto un minuto y corría arriba y abajo de la escalera y se asomaba peligrosamente por la escotilla de estribor. La madre se volvía a acomodar, me metía el codo derecho por el ojo; la joven del Nuevo Testamento dormía acunada por el sopor de la cubierta. Era una humanidad hacinada, pero no desagradable; constituía la vida del instante, si ayer, anteayer se respetaban las distancias dentro de esta aproximación inevitable, hoy esa misma distancia ya no existía, los espacios individuales habían desaparecido; sin embargo, en la versatilidad de la hamaca era posible encontrar el hueco a diferentes niveles para colocar todas las partes del cuerpo en una posición de inusitada comodidad. Los colores, la disposición de los tirantes y las telas, el contrapeado de los cuerpos, formaban un conjunto armonioso. Aunque Victoria comentara que parecíamos refugiados políticos o prisioneros de guerra en lugar de pasajeros, la imagen respondía más al hábito de la asociación de estereotipos que a otra cosa.

Espectáculo de luces y sombras a la caída de la tarde, barcas, pescadores que traen su mercancía al puerto, barracas reflejadas sobre el agua; los bopos, semejante a los delfines, aunque mucho más pequeños, describiendo pequeños saltos sobre la superficie del río. Unas pocas tomas de las siluetas que atravesaban las últimas luces flotando en el crepúsculo desvaneciente. Y calor, calor húmedo, pegajoso y espeso que dejaba la piel como untada de aceite y perlaba el rostro de gruesas gotas de sudor.