Huaraz- Lima

Huaraz

Son las seis de la tarde y, sentado en la cama de la habitación del hotel, y entre grandes columnas de hormigón de una casa en construcción, veo deshacerse la tarde con el incendio del Huascarán al fondo; las campanas de la iglesia entonan el Ave María de Schubert; saboreo el recuerdo de la correspondencia de hoy (un correo de Guille, uno de Marisa y otro de Lucía); me hace sentirme bien la escritura. Y escribo, por tanto; termino retazos de crónica, añado, me hago a la obligación de dejar constancia, de decir algo de lo que veo para equilibrar de tanto en tanto mi tendencia a las disquisiciones.

Poco después atravesamos el altiplano andino, un paisaje bello a rabiar, extenso, amarillo, ilimitado, sobre el que se alza la cordillera cubierta de glaciares y afiladas cumbres. Hablamos mientras desfilan agrestes los campos de paja brava, aquí ya de un matiz más seco y claro que la del altiplano boliviano de un color de harina tostada. Poco a poco el bus se fue descolgando del altiplano. Pasa un grupo de niños que miran desde el umbral de una casa de adobe a los pasajeros, un grupo de gallinas se agrupa como rebaño de corderos, sentadas a la puerta de otra vivienda como si estuvieran departiendo sobre el rumbo de las próximas elecciones. Vueltas y más vueltas del bus, descendemos hacia el desierto costero.

Hace apenas unas horas habíamos sido víctimas de un robo a plena luz del día. Un macuto, la mitad de nuestras pertenencias viajeras, una historia que se desarrolló en tres o cuatro minutos y que se ha saldado con su desaparición definitiva y con una fatiga de la que todavía me repongo después de perseguir corriendo al ladrón, que huía en un taxi, hasta el límite de mis fuerzas. El corazón a estas alturas se comporta de manera terriblemente exigente, no admite sprints improvisados; decía que nos habían robado y que salvo las secuelas del mal de altura, hablamos y miramos el paisaje como un día cualquiera. Quiero pensar objetivamente en esto y encuentro satisfacción en mirar las cosas como las veo esta mañana, creo que es el resultado muy positivo de un test de salud mental. Nos veo bastante inmunizados contra preocupaciones derivadas de este tipo de altercados. Y recuerdo aquí, cuando después de un segundo robo un verano, viajando por Italia, en Florencia, decidimos dejar el resto del verano las puertas de la furgoneta siempre abiertas cada vez que aparacábamos. Esa misma tarde escribiríamos a nuestros hijos: Somos ricos, no tenemos un duro pero somos ricos, como siempre.

Campos de maíz en las hondonadas, montañas peladas, un paisaje que poco a poco se va haciendo a la estampa que pinta mi muy querido Juan Rulfo en esta tercera lectura que estoy concluyendo de Pedro Páramo y El llano en llamas. Lo dicho, vamos camino de Luvina, del llano, ese relato de muy pocas páginas donde ni una brizna de yerba crece, donde sólo el polvo y los ojos de las comadres, vestidas de negro, se asoman a la angustia de una mañana lunar.

Lima

“Los gorriones jugaban. En las lomas se mecían las espigas. Me dio lástima que ella ya no volviera a ver el juego del viento en los jazmines; que cerrara sus ojos a la luz de los días. ¿Pero por qué iba a llorar?” (Pedro Páramo)

No, no debe de haber tantas cosas volando por el cielo del mundo, es sólo una fantasía pensar eso; todo lo contrario, pocas, pocas y hermosas: los gorriones, el viento, el recuerdo de una madre, el pasto seco, un día de lluvia, las campanas de un pueblo. Dorotea estaba muerta y pensaba estas cosas junto al cuerpo difunto de Juan Preciado, que yacía bajo ella en la misma tumba de la quebrada seca de Comala, y con quien departía de vez en cuando buscándole el calor de los brazos. La fría indiferencia del tiempo que pasa, pero que llenó con su rodar de estaciones tantos rincones del alma que es imposible echarse bajo la tierra, muerto, sin sentir cómo han de irse vaciando durante mucho tiempo todavía los huecos y rincones que fueron ocupados en el simple acto de irse uno tropezando con las cosas de la vida. ¿Cómo desocupar así, de repente, las celdillas de los recuerdos, los olores que vagan por la memoria, los ojos, la risa?

Pena de que no puedas ver ya a los gorriones, ni a las nubes panzonas suspendidas sobre las lomas tostadas de verano. Una vez más la lectura congrega, visionaria, a las madres del mundo, a los padres, a los muertos. ¿Pero por qué ibas a llorar? La mirada del viejo, del que ronda la tumba, es como una lanza afilada traspasando el cuero del tiempo; aguda, hecha del espíritu mismo de las cosas que se fundieron en la tierra.

La tierra, las estaciones. El cemento y los supermercados sólo sirven para ocultarnos el color del campo y para equivocar los caminos del aire que se encuentra desorientado más allá del murmullo de las hojas o del siseo de las yerbas y de las gramíneas. El aire, la tierra, las estaciones, las emociones que juegan allá arriba sobre el suelo yerto de la tumba, sobre el campo lleno de primavera, huelen a sándalo. Y oigo el latido del corazón del muerto y las vibraciones de la tierra, y siento el calor del suelo, y escucho a los pájaros congregando sus trinos a la hora del alba.

Pero muerto, muerto y sentado en la habitación de un hotel de Lima lleno de silencio, vacío, puedo escuchar las lejanas voces de los niños en un patio cercano; y mientras escucho trato de sintetizar colores y notas, ordeno los deseos y recuerdos amables de los muertos cercanos, les hago volar como si fueran mariposas en el azul de la habitación: “Me dio lástima que ella ya no volviera a ver el juego del viento en los jazmines”. La tristeza de la muerte se llenó de la nostalgia de otros muertos y de sus propios recuerdos. La habitación es triste, azul, el alto artesonado está pintado de blanco; las camas son funcionales, la luz mortecina. Fue necesario cerrar los ojos e imaginar la tumba, la tierra entreverada de cascotes, el cielo impersonal, el campo vacío.