Puerto Ayacucho. Camino de Ciudad Bolivar

Llegamos a Puerto Ayacucho al filo de la madrugada; poco más que un pueblo situado en un codo del Orinoco, junto a los raudales de Atures.

Dos días después rehacíamos el camino del sur para continuar después hacia el este, rumbo a Ciudad Bolivar.

Diluvio matinal en Puerto Ayacucho, la tromba de agua se derrumbaba sobre la mañana y atemperaba el ambiente. Temperatura suave y pies húmedos después de atravesar los charcos entre el taxi y el refugio de la terminal.

De nuevo estábamos en la carretera. Había arrancado la mañana, lo proclamaba la música llanera brotando por los descomunales altavoces del bus como un relincho de euforia despertando al día. Historias de caballos y granjeros, historias de amor con el fondo alegre del arpa. Mi provisión de tapones de cera sólo lograba reducir en algunos decibelios las vibraciones de los bafles. Doce horas ininterrumpidas durarán estos aires a tutti plen. Cuando nos bajemos en Ciudad Bolívar, al final de la tarde, habremos oído siete u ocho veces el mismo repertorio.

Era agradable retener la modorra en ese punto en que la pereza invitaba a la somnolencia, era un trasto acurrucado en mi asiento, notaba lejanamente subir y bajar pasajeros, los estímulos llegaban amortiguados por el abotargamiento. Dejar colgar mis piernas, que sentía molestadas por los mosquitos a la altura de los tobillos, arrullar el sueño, arroparlo en la discreta velocidad del bus. Nada de espabilarse, dejar la conciencia suspensa en el líquido amniótico de la indiferenciación, retardar el regreso a la realidad.

Pero terminé por incorporarme, por coger el bolígrafo, y entonces recordé a la mujer que corría esa mañana bajo la lluvia, la primera en todo este viaje, más allá del terminal de pasajeros; volver a correr, desenvuelto, ágil, en la mañana temprana, ajeno a otra cosa que no fuera la atención al yoga matinal, a la interacción de mis miembros con la naturaleza. La memoria evocó a mi hijo Mario y el medio maratón que correría en días próximos; las carreras del cuerpo pequeño de Marisa que andaría vaya usted a saber cómo en aquel lunes de septiembre.

Y, cómo no, volver también al crepúsculo del día anterior frente a uno de los paisajes más hermoso que pueda verse: los raudales de Atures. El Orinoco interrumpe allí su navegabilidad. En la otra orilla, sobre lomas no muy altas, las nubes dejaban pasar al sol último de la tarde. Abajo, a nuestros pies, corría el río levantando un bronco estruendo en una caída gradual que sortea en rápidos y breves cascadas un conglomerado de islas cuajadas de vegetación. Hacia septentrión otras muchas islas flotaban en la inmensidad del río, ancho en aquel punto como una enorme laguna que se apostara a pasar la noche jugando con los reflejos. Negros y blancos; las sombras de las colinas y los bosques se mezclaban con el reverbero luminoso del río. Dirigiéndose al sur, una pirámide de nubes incendiadas por el crepúsculo iban convirtiéndose en puro rescoldo a la vera de la vena líquida del río que corría ya lejos hacia el llano. Bañada de los últimos reflejos del día, vimos moverse en la corriente un cayuco de pescadores. En la orilla, el verde húmedo y los grandes monolitos negros, que hacía unos momentos me habían servido para hacer unas bellas tomas, yacían como sombras inmóviles que se hubieran acurrucado en la orilla a preparar el vivac para pasar la noche. Los mosquitos hicieron su aparición, se hacía tarde.

La terminal de Puerto Ayacucho nos acogía a una hora muy temprana. El autobús todavía se demoraría un rato. Dejé a un lado mi bloc de notas, abrí el libro de Pániker; la palabra alma era un término que se me atragantaba, me esforzaba en descubrir los rastros que el tiempo había dejado en ella. Mis neuronas debían de estar renovadas en un noventa y nueve por ciento ya después de alguna década de existencia. ¿Qué es lo que permanece? No los átomos o las partículas, decía Pániker, sino las relaciones mutuas, un cierto programa. Cuando uno llega aquí es difícil mantener la certeza de nuestro yo, el concepto del alma parece una instancia que ayuda a agarrarnos a algo, pero disuelta en cierta manera la dualidad cuerpo-mente, cuerpo-alma, uno siente que al menor descuido un simple soplo de viento puede llevarse eso que tanto preciamos y llamamos yo. Me tropecé con una idea interesante: “la mente humana como una propiedad emergente que incide con un sentimiento del yo como lugar de intercambio con el mundo. Espíritu: emergencia inmaterial que depende de interacciones materiales” Y abundaba después en el concepto emergencia diciendo que ésta tiene lugar cuando se producen cualidades inesperadas que pertenecen a un todo organizado, pero a ninguna de las partes que componen este todo. Las neuronas de nuestro cerebro, las abejas de una colonia, cada una de ellas, persigue sus fines específicos, pero de su conjunto emerge una nueva inteligencia colectiva. Y así, el yo, según Francisco Varela, citado por Pániker, es una propiedad emergente de ciertos mecanismos cerebrales; pero las propiedades emergentes no poseen una identidad real. Sería interesante analizar este mito del yo, “una ilusión persistente y muy enraizada que nos hizo inventar la entelequia llamada alma”.

A partir del surgimiento de una conciencia rudimentaria en el hombre, lo que tenemos por delante es el intento de eludir la muerte, y con ello, en complicación creciente, la gestación de las religiones y todos sus derivados, que intentarán en el futuro hacer una demarcación tajante entre el homo sapiens y el resto de los seres vivos.

La única y larguísima carretera que recorría el borde de la región amazónica, al sur del Orinoco, era una pista asfaltada muy bacheada que no superaba en mucho la anchura de cinco o seis metros. Mejor dejar las selvas tranquilas. En Puerto Ayacucho habíamos visitado el museo Etnológico. Era inevitable encontrarse en lugares así con el dilema de cuál ha de ser la conducta de la sociedad y los gobiernos con las comunidades indígenas. Por una parte está las circunstancias inmunológicas, carecen de sistemas de defensa para las enfermedades corrientes del mundo occidental (una de las grandes razones que hizo que la población precolombina fuera diezmada), y junto a ello la posibilidad de ruptura de todas sus estructuras sociales, médicas, políticas. La irrupción en su medio, incluida la medicina, hace que los viejos entramados de dependencia vayan desapareciendo, el prestigio de los curanderos, de los chamanes se merma; la aparición de los misioneros debilita el liderazgo político. Todo forma un delicado equilibrio ecosocial en el que los elementos extraños terminan por alterar la naturaleza de estas comunidades poniendo en peligro su subsistencia.

El problema es delicado, los inuits del norte de Alaska, socializados terminaron por sucumbir al consumismo y a los hábitos occidentales; lo habíamos comprobado personalmente el año anterior en nuestro viaje por el norte de Canadá; tenían mala prensa, se les había dotado económicamente, se habían creado escuelas, pero estas cosas no fueron suficientes, el alcoholismo hacía estragos entre su población; lo peor de nuestra cultura, el consumo, los medios, los dejaron tan indefensos como les puede dejar a los yanomanis la aparición de la gripe o el sarampión. Leíamos en la guía que cuando se entra en el poblado yanomani vecino al tepui Roraima lo primero que se ve es una enorme montaña de cascos de cerveza vacíos; el comentario de la guía: “ya se puede suponer en qué se emplea aquí los réditos del turismo”. Ahora las poblaciones de esta parte del Orinoco y río Negro están en franca regresión, son poblados que no superan los 140 individuos; de seguir la curva de descenso de población al mismo ritmo habrán desaparecido en unas décadas. Observamos en el museo fotografías de maestros y niños recibiendo enseñanza; monjas enfermeras atendiendo a hombres y mujeres. En sí mismo esto ya plantea interrogantes, pero lo contrario también, quizás añade dudas mayores; no proporcionar asistencia sanitaria o no dejar abierta la posibilidad de que el individuo pueda en algún momento decidir sobre sí mismo parecen asuntos duros de aceptar.

Por otra parte están los modos en cómo ha evolucionando el hombre a lo largo de miles de años. Es inconcebible pensar que, por ejemplo, los incas, los mayas o los aztecas hubieran conservado sus arcanos, sus características en un raro caminar paralelo con otras civilizaciones más modernas durante siglos.

Se me ocurría que si yo fuera yanomani y tuviera una idea aunque fuera vaga de la civilización que hay más allá de la selva habría deseado tener la posibilidad de poder apreciar la música de Bach o Mozart, por ejemplo; creo que tendría pleno derecho a aprovecharme del esfuerzo que ha hecho el hombre, desde que descendió de los árboles, durante milenios para empujar poco a poco la civilización y la cultura hasta el grado de desarrollo actual. El patrimonio que disfrutamos a principios del siglo XXI es producto de un ingente esfuerzo que debe ser patrimonio de todos los seres del planeta.