Las voces se habían ido extinguiendo y el silencio se fue acoplando a la oscuridad neta de la habitación —una cama, dos armarios, una mesilla de noche, dos macutos junto a una silla—. Unos pasos se perdieron a lo largo del corredor. Después quedé profundamente dormido, como abrazado al cansancio, relegado a la suerte de mi propia inconsciencia. Me despertaron los vagidos de una mujer, el estremecimiento de la carne temblaba en el silencio de
Llueve, el cielo se puso de un bello color cobrizo. Nos pertrechamos para pasar la tarde hasta la hora del concierto —madrigales de Monteverdi—.
Inclinado sobre la vida como Saturno sobre sus hijos,
recorres con fija mirada amorosa
los surcos calcinados que dejan el semen, la sangre y la lava.
Los cuerpos, frente a frente como astros feroces,
están hechos de la misma sustancia de los soles.
Lo que llamamos amor o muerte, libertad o destino,
¿no se llama catástrofe, no se llama hecatombe?
Leo a Octavio Paz con la disposición de quien busca luz en
Me gusta tocar
me gustan los cuerpos,
y lo que hacen los cuerpos
y saber que ellos y ellas quieren no otra cosa
que cuerpos, que besos.
Desde la ventanilla del avión no es difícil acercarse a la fragilidad del ser humano; frágiles y limitados. Nos queda la armonía de lo que nos toca vivir. Ojear las gamas de los colores, estar atentos a los ritmos, probar la hermandad de las tonalidades, buscar la emoción entre los acontecimientos que nos trae la vida.
Las diez de