Ciudad de Méjico


Las voces se habían ido extinguiendo y el silencio se fue acoplando a la oscuridad neta de la habitación —una cama, dos armarios, una mesilla de noche, dos macutos junto a una silla—. Unos pasos se perdieron a lo largo del corredor. Después quedé profundamente dormido, como abrazado al cansancio, relegado a la suerte de mi propia inconsciencia. Me despertaron los vagidos de una mujer, el estremecimiento de la carne temblaba en el silencio de la noche. Era hermoso.
Llueve, el cielo se puso de un bello color cobrizo. Nos pertrechamos para pasar la tarde hasta la hora del concierto —madrigales de Monteverdi—.

Inclinado sobre la vida como Saturno sobre sus hijos,
recorres con fija mirada amorosa
los surcos calcinados que dejan el semen, la sangre y la lava.
Los cuerpos, frente a frente como astros feroces,
están hechos de la misma sustancia de los soles.
Lo que llamamos amor o muerte, libertad o destino,
¿no se llama catástrofe, no se llama hecatombe?

Leo a Octavio Paz con la disposición de quien busca luz en la espesura. A veces me quedo parado frente a unos versos, no acierto a saber por qué, pero ahí estoy, intentando averiguar por qué las palabras se apoderan de mí. Saturno, surcos, sangre, lava, cuerpos. Y junto a ellas ese te quiero, mi amor, salido de las entrañas de esta madrugada anterior en mitad del silencio y la oscuridad. Y el Cristo efebo y estilizado de Rodríguez Lozano en el Museo de Bellas Artes. Y una mujer al otro lado del océano sugiriéndome unos pocos versos.

Me gusta tocar
me gustan los cuerpos,
y lo que hacen los cuerpos
y saber que ellos y ellas quieren no otra cosa
que cuerpos, que besos.




Desde la ventanilla del avión no es difícil acercarse a la fragilidad del ser humano; frágiles y limitados. Nos queda la armonía de lo que nos toca vivir. Ojear las gamas de los colores, estar atentos a los ritmos, probar la hermandad de las tonalidades, buscar la emoción entre los acontecimientos que nos trae la vida.
Las diez de la noche. Inicio de un viaje que por la mañana pronto fue distanciamiento respecto a lo que me rodeaba, un poco de tristeza, algo de nervios, que, según transcurría el día pasó por los rudimentos de una reflexión general sobre el rumbo último de la vida, la apertura a otras realidades como consecuencia del nuevo paisaje que se abría, la lectura emotiva de Octavio Paz, la alternancia de las comidas, Los años de Laura Díaz, de Carlos Fuentes, el sueño inevitable de once horas de vuelo.