Ocosingo (Méjico)



El marco: un pequeño patio tropical en el que crecen las palmeras y al que se asoman los corredores de las habitaciones, sencillas, baratas, acogedoras; el lugar adecuado para continuar nuestra vida diaria en torno a los libros, la música o la escritura.

La mañana era de lluvia y de nubes bajas, casi una indicación para no abandonar el autobús y seguir hasta Palenque; sopesamos la posibilidad pero al final decidimos quedarnos. Nos aseguran que sí será posible encontrar algún camión que nos lleve selva adentro; diez horas de accidentada pista para hacer los ciento sesenta y tantos kilómetros que separan Ocosingo de San Quintín.

Los problemas con el Ejercito Zapatista de Liberación Nacional están en situación de treguaun ejército de sesenta mil soldados vela por la estabilidad de la zona. Como consecuencia de la revolución de 1994 la zona ha experimentado un notable avance en lo que se refiere a los servicios: escuela, luz, médico, infraestructura en general; al menos la zona que nosotros visitamos; 0tro asunto son las comunidades que no tienen carretera, que son mayoría.

Es una curiosidad eso de que a uno se le afloje la escritura precisamente cuando recorre parajes y circunstancias nada corrientes, como fue el caso de los días que pasamos en la selva, pero... así es. Recuerdo un largo día en la caja de un camión, algún automóvil atascado en el barro al que hubo que auxiliar, una línea de tendido eléctrico caída sobre la pista y el excelente buen humor de los lugareños con los que compartíamos el viaje. Vivimos un par de día en una cabaña de madera e hicimos una larga marcha, con barro hasta la rodilla, para alcanzar las orillas de la laguna Miramar, que circunnavegamos durante un día entero. Después llovió torrencialmente durante veinticuatro horas. Los caminos de la selva se hicieron impracticables.

Hoy, repasando mis apuntes de aquel viaje que entonces transcurría en la selva Lacandona, núcleo central del movimiento zapatista entonces, año 2002, no encuentro nada relevante sobre la zona con que llenar aquella corta estancia; sin embargo tropiezo, con un relato que recibí mientras esperábamos en Ocosingo nuestro autobús para Palenque. Su autora me va a disculpar que incluya aquí el relato. La mirada del lobo, se titula. El contenido de este blog no tienen otro objeto que el de recrear algo de la memoria de aquellos meses, y la correspondencia y la escritura que compartíamos a uno y otro lado del océano no era el menor de los alicientes de entonces. El que lo incluya también tiene que ver con mis recientes y agradecidas lecturas de Jack London. Éste es el relato de X:




LA MIRADA DEL LOBO

El invierno había sido muy duro aquel año, las heladas habían congelado la gruesa capa de nieve y, el sol, como si su luz se hubiera vuelto tan fría como el fulgor resplandeciente del inmenso manto, apenas calentaba. Los ganaderos del pueblo se mostraban taciturnos, algunas de vacas habían quedado aisladas al comienzo de los fríos y dudaban que pudieran llegar a rescatarlas antes de que los lobos hicieran su aparición. No era animal abundante, tal vez quedara una sola manada de unos doce lobos, que por demás rehuía la presencia del hombre, pero el hambre les había hecho abandonar toda prudencia y habían empezado a merodear por los gallineros, los rediles y el vertedero de basuras. Así fue como aquel año, hasta bien entrada la primavera, cuando el deshielo llenaba de música las rocas de las laderas, la palabra lobo se hizo murmullo temeroso entre los habitantes del pueblo. Las viejas historias que los ancianos contaban en otro tiempo sobre ellos ya no eran tan apreciadas; el miedo había se había adueñado de los habitantes del pueblo; los chiquillos, vigilados de cerca por sus madres, jugaban sin perder de vista la puerta de sus casas.

El abuelo dio cuerda al reloj. Era una pieza heredada de su padre y la superficie estriada de la corona, ya desgastada, hacía resbalar sus dedos que humedecía levemente antes de deslizar la pequeña pieza redondeada entre el pulgar y el índice. Lo hacía con delicadeza, procurando no forzar el mecanismo; ese era el secreto de la buena conservación del artilugio. Los números de la esfera eran de un elegante trazado, al igual que la cajita redonda y plateada que la vieja limpiara con esmero cuando vivía; la abuela, como la llamaba cariñosamente en los últimos tiempos, la mujer a la que apenas reconocía ahora en la desgastada foto color sepia adherida a la cara interna de la tapa. Un recuerdo doloroso se cruzó en sus pensamientos y sintió una viva desazón. La cadenilla colgaba lánguida dejándose llevar por la caricia suave y fría de su mano. Otras veces la había dejado caer, formando un montoncito de eslabones sobre la palma, sintiendo el agradable cosquilleo, pero hoy la recogió sobre el reloj y se apresuró a guardarla dentro de la cajita de madera.

Desde aquel día reposó en su estuche y no volvió a sacarlo, tal y como se había propuesto después de suceder aquello. Pensó, algo triste, que se pararía al día siguiente, a las cuatro de la tarde.

María abrió el antiguo reloj de bolsillo, parado en las cuatro de un día ya lejano. Acarició la superficie de la cajita redonda, suave, sin adornos, el gracioso gancho en forma de pequeña anilla chata atravesando la corona que servía de engarce a una cadenilla de plata que el paso del tiempo había ennegrecido. Recordó el rostro severo del abuelo, aquel que le diera tanto miedo cuando niña. Fueron tiempos difíciles aquellos, tratando de ganarse el cariño de todos, de hacerse un espacio, como si tratara así de justificar el haberse hecho un hueco en la vida junto a los otros. Los años la vieron crecer sentada las tardes de verano en la silla baja de mimbre cercana al abuelo; con el paso del tiempo sus sillas se fueron aproximando más, creando una especie de complicidad entre ellos, un sentimiento que suplió todo el desamor que ella sentía era su infancia. En la cara interna de la tapa se veía desdibujado el rostro de la abuela. La fotografía se había desconchado como una pared vieja, el tiempo se había llevado parte del rostro de una mujer de edad indefinida; entre sus líneas demasiado redondeadas y su peinado hacia atrás, tal vez en un moño sobre la nuca, aún se podían distinguir unos pendientes largos y elegantes que a buen seguro realzaran su cara ancha, dándole un aspecto algo grácil. Sintió una tensión repentina en su mano izquierda y, por instinto, tiró de las riendas hasta darse cuenta que el caballo sólo intentaba llegar a la hierba de la vereda. Pensó que tal vez un movimiento brusco del animal hiciera caer el reloj de su mano y lo guardó en el bolsillo del chaleco. Apenas había sacado la mano cuando que el forro del bolsillo del viejo chaleco de pana estaba demasiado desgastado y pensando que pudiera perderlo se detuvo un instante y lo pasó al bolsillo derecho de la chaqueta.

Daniel alargaba el paso, casi con rabia. De vez en cuando se volvía, esperaba unos segundos: vamos, padre, apremiaba, áspero. El viejo dejaba oír su respiración, penosa por el esfuerzo. No obstante, apretaba el paso: voy, hijo, voy. Daniel tenía prisa, deseaba dejar al viejo en su casa, donde permanecería hasta el invierno. Atrás quedaban los largos días de intenso frío, sus toses de madrugada, producidas por ese asqueroso picadillo que liaba luego en papelitos, fumando uno tras otro; y sus madrugones, porque no podía dormir y arrastraba los pies por la casa, en una caminata sin sentido, para sobrellevar el frío, desvelando a todos, hasta que el hijo, malhumorado, se levantaba pagando su contrariedad con las puertas y las sillas. Hijo, no puedo dormir, se disculpaba, humilde. La nuera le reprochaba alguna vez: Daniel, es tu padre.

–Nunca llegaremos. Se nos va a echar la noche encima –gritó por encima de su hombro, enfurecido.

El viejo inició un trotecillo torpe, pero unos metros más adelante tropezó y cayó de rodillas sobre el lecho de hojas muertas del bosque. Daniel esperó a que se incorporara, sin moverse, mirando malhumarado la escena. Tras la muerte de la abuela, tuvo al abuelo con ella un año; María se encargó de que le arreglaran la dentadura, algo que Daniel no comprendía del arguyendo que el viejo a sus años ya no la necesitaba. Daniel había contemplado sombrío la alegría infantil de su padre cuando bajó del coche de línea, con su traje nuevo y una delgadez pálida que no le conocía. Pero el hijo no estaba dispuesto a tenerle en casa siempre, así que se apresuró a comunicarle que estaría mucho mejor pasando los meses de buen tiempo en su casa y el invierno con ellos. El anciano ocultó su decepción y asintió.

–Necesito descansar; sólo un poco.

La voz del abuelo le sacó de sus pensamientos. Con un gesto de contrariedad que no intentó disimular, tiró el hatillo junto al tronco de un gran roble y se sentó, mudo.

Apoyó la espalda en el tronco del roble, sin soltar la rienda del caballo que se apresuraba en arrancar los brotes tiernos de la hierba que asomaba entre la alfombra pútrida. Atada a la silla, la mochila le recordaba su resolución de tomar un nuevo rumbo en su vida. Hacía algunos años había elegido un camino equivocado que ahora estaba dispuesta a rectificar. El animal se esforzaba en masticar la hierba produciendo un tintineo apagado con el bocado. Una baba verde, olorosa, caía de su belfo y hebras de hierba asomaban de la boca. María atrajo la cabeza del animal y le abrió los labios, una masa semimasticada quedaba retenida por la barra de hierro que se asentaba en el espacio libre de dientes de su quijada inferior, la extrajo con los dedos y quitó la cadenilla y la correa de la muserola, liberando las mandíbulas del animal y permitiéndole pastar con más comodidad. Le dolía haber dejado su casa a escondidas, pero por nada del mundo quería que le siguieran la pista; necesitaba desaparecer para todos, empezar de nuevo, ser otra. Una sensación de escalofrío, la luz que iba perdiendo intensidad, le anunciaron que el atardecer estaba próximo. Mientras abrochaba las hebillas de la cabezada del caballo le asaltó el vago temor a perderse.

La idea de haberse perdido le parecía a Daniel absurda. Paseó la mirada a su alrededor, miró desconcertado a su padre y encontró el miedo chispeando en el fondo de sus pupilas. He intentado decírtelo, hace rato, dijo éste; cuando dejamos atrás la Fuente del Cuervo tomamos un camino equivocado. ¿Y por qué no lo dijo?, respondió Daniel. Tenías tanta prisa que no me escuchaste. El anciano intentaba dar a su voz un tono despreocupado, no quería que el hijo se sintiera culpable, eso le enfurecería y no mejoraría para nada su situación. Extrajo una linterna pequeña de un bolsillo de su chaqueta. Menos mal que, por lo menos, vale para algo, comentó el hijo mientras se la arrebataba con un gesto brutal. Continuaron hasta que no quedó vestigio de luz. Encendió la linterna. Con el despreciable círculo de luz que agigantaba las sombras a su alrededor resultaría imposible orientarse; así lo comprendió Daniel, resignado, y su voz pareció dulcificarse con un tono amable: buscaremos un cobijo donde pasar la noche, así no podemos seguir. Un aullido agudo cortó el aire, subiendo, quedándose allá arriba, suspendido como un funambulista en su hilo, y bajando después hasta perderse cadencioso en el aire que, de pronto, parecía haberse adensado. Se miraron sin hablar. ¡Vamos, padre, vamos! El pánico se había adueñado de Daniel, que había agarrado al viejo por un brazo y lo arrastraba tras de sí. El abuelo corría, insensibles sus piernas, mientras el corazón le latía con una fuerza desbocada que le dejaba sin respiración. Fue entonces un peso muerto para el hijo, que se volvió, suplicante. El padre se había dejado caer sobre el suelo y se esforzaba por recuperar el aliento. Vete, hijo; yo no puedo. ¡No me fastidie, padre, vámonos! El viejo le miró y el hijo se dio cuenta de que no se movería de allí, que había llegado al límite de sus fuerzas. Presa de un terror descontrolado, le parecía oír las pisadas de la manada siguiendo su rastro. Voy a buscar ayuda. Se disponía a marcharse, cuando pareció recordar algo. Volvió sobre sus pasos. Digo, padre, que me llevo la manta, no vaya a ser que usted la pierda. Dudó unos instantes antes de atreverse a meter la mano en el bolsillo interior del chaleco del viejo, encontrándolo vacío. El abuelo rebuscó en su chaqueta y puso el reloj en la mano del hijo, buscando su mirada. Daniel, los ojos bajos, lo cerró en su palma y se marchó. El viejo se deslizó buscando el refugio de los troncos próximos.

Allí, junto a los troncos, le parecía estar más protegida. Sujetaba el caballo de las correas de la cabezada, tratando de infundirle una tranquilidad que ella estaba muy lejos de sentir. El aullido se repitió, más cerca. El animal luchaba por zafarse de la mujer, piafando y lanzando manotazos impacientes. Los ollares dilatados, las orejas rígidas y los ojos extraviados delataban su pánico. Todo él parecía un muelle a punto de saltar. María quitó las hebillas de la cincha con manos temblorosas, luego, las de la cabezada; tiró hacia arriba de las correas laterales, liberando las orejas, y la dejó resbalar hasta que el animal quedó libre. Durante unos segundos permaneció inmóvil, la cabeza erguida, como asegurándose de que nada le ataba. Después dio media vuelta y se internó en el bosque. La silla cayó en el límite del pequeño del claro. María esperó, asustada.

Pero no era miedo lo que sentía el viejo. Abatido, esperaba iluminado por la luna que filtraba su luz entre las copas hasta el claro donde se encontraba. A través de las lágrimas, distinguió las siluetas de los animales, oscilantes, diluyéndose y aclarándose en un baile siniestro. Se limpió los ojos con el dorso de la mano y esperó. Parecían no tener prisa. Se paseaban como ignorando la presencia del hombre. Alguno agachaba la cabeza al pasar junto a otro de mayor jerarquía que le envolvía con una mirada hostil de advertencia. Una loba preñada olfateó el suelo, paseando el hocico por un complicado rastro, hasta que su nerviosismo llamó la atención del resto. La loba se internó en el bosque tras la huella, llevándose consigo al resto de los lobos, a todos, menos a uno de ellos, un lobo gris que se había acercado al hombre, sentándose sobre los cuartos traseros, frente a él. Se miraron hombre y animal; ninguno de los dos rehuyó la mirada del otro. El lobo poseía en sus ojos rasgados y amarillos, una nobleza que tenía algo de humano. El viejo pensó que su hijo, en cambio, los tenía fríos y crueles, como de lobo. El animal se levantó, volvió la cabeza y se alejó, despacio, hacia la espesura, donde inició una rápida carrera tras los pasos de la manada...y de Daniel, cuyo rastro había olfateado la loba dominante.

Tensa por el miedo María contemplaba, con una sensación de irrealidad, los rápidos movimientos de la loba, olfateando, ansiosa, el rastro dejado por el caballo. El resto de la manada, alertado por ella, se mostraba impaciente. Alguno dirigía a la mujer encogida junto a un tronco, una rápida mirada, pero pronto la excitación general atraía su atención. La loba se introdujo en la maleza, llevándose tras ella al resto. María no se atrevía a moverse. Pasó un rato que se le hizo muy, muy largo, hasta que se deslizó dentro de ella un tenue hilo de confianza. Estiró las piernas y respiró con más libertad, sintiendo el aire frío dentro de su cuerpo. Temblaba y echaba de menos algo con que abrigarse, tal vez si encontrara un tronco hueco... Se levantó muy despacio, procurando hacer el menor ruido posible, cuando llamó su atención un objeto que destacaba en medio del pequeño claro, a la luz de la luna: el reloj de su abuelo que debió caer cuando soltaba al caballo. Se acercó y ya se agachaba para cogerlo, cuando su mirada tropezó con la otra del animal, que la miraba fijamente, sentado frente a ella. Se estudiaron uno al otro. María percibió algo tranquilizador en los bellos ojos del lobo gris y supo que no iba a atacarla. Recogió el reloj. Lentamente, el lobo se incorporó, dio media vuelta y emprendió un trote rápido tras la manada. María pensó en cuántas personas carecían de una mirada tan noble. Se dispuso a afrontar la noche, la mano cerrada sobre el reloj de su abuelo, como un talismán.

Una mano del cadáver, fuertemente cerrada, llamó la atención de uno de los hombres. Costó trabajo abrirla y sacar el reloj de cadena que sirvió para aclarar la identidad de aquellos maltratados despojos. Alguien traía al abuelo. Le pusieron encima una manta que habían encontrado por los alrededores y se apresuraron en llevarle al pueblo, para que no viera lo que los lobos le habían hecho a su hijo. Un hombre le alcanzó y puso en sus manos el reloj; el viejo le dirigió una mirada inexpresiva y se dejó conducir, como sonámbulo, hasta el pueblo, arropado por una manta que le pesaba encima como una maldición. Tardó años, muchos años en poder mirar a su nieta, a la hija de su hijo, a la cara. Cuando sintió su proximidad, su cariño inocente, su pena por su indiferencia, se fue ablandando hasta que un día, junto al fuego, recordó la mirada del lobo, entonces, arrimó su silla a la de ella y le dirigió una gran sonrisa. Un tiempo antes de morir, cuando ya su cuerpo cansado miraba de frente, agradecido, su propio fin, llamó a María y le entregó el reloj de cadenilla.

María contemplaba el reloj y recordaba al abuelo mientras le ponían un abrigo sobre los hombros. Ahora la vida se abría ante ella como un gran interrogante. Después de todo, aún era tiempo de cambiar algunas cosas antes de tomar decisiones extremas. Se preguntó qué habría ocurrido si hubiera logrado atravesar el bosque y se hallara ahora sentada en un autobús rumbo a cualquier lugar, tal vez asustada y confusa, sin saber por dónde ni cómo rehacer su vida. Se detuvo frente a la entrada de su casa. A su mente acudió la mirada tranquilizadora del lobo. Compuso un gesto de fuerza y se dirigió con paso firme hacia la puerta.

Tras los hechos, se organizó una batida. Seis lobos pagaron con su vida el haberse atrevido a hacer frente a los humanos. Escaparon dos que subieron al monte, perdiéndose entre los riscos inaccesibles. Uno de ellos era un gran lobo gris. Mientras, en un lugar seguro y oculto, los diminutos cachorros hociqueaban entre el pelo, buscando las tetillas rosadas de la loba.