Canaima

Días después, tumbado en la hamaca que se balanceaba en cubierta mientras la orilla del Amazonas pasaba calmosa frente a mí, reconstruía poco a poco la larga crónica de nuestra estancia en Canaima y largo viaje en canoa hasta las cercanías del Salto del El Ángel, la cascada más espectacular del mundo precipitada desde una altura de mil metros. El recuerdo más inmediato era la imagen de la tormenta cayendo sobre nosotros mientras nuestra embarcación se deslizaba río arriba en el principio de la noche, el perfil negro de los tepuyes sobre la niebla azul rasgando el contorno de las laderas en medio de la lluvia, la embarcación abriendo un violento surco de espuma, algunos relámpagos rasgando los costados oscuros de las montañas.

Primero habían sido cuatro horas y media de “Cristo viene ya”, una estrecha carretera con la leyenda del advenimiento de Cristo anunciada en grandes carteles cada pocos kilómetros. En esta parte del país, en donde no era fácil encontrar un libro, me tropecé con un vendedor de anacardos leyendo ensimismado una lujosa Biblia de broche metálico encuadernada en cuero. El negocio se atendía solo, el hombre joven leía concentrado. En tiempos como los nuestros Jesús habría optado por planear en el aire del Parque Nacional de Canaima en lugar de pasearse por la superficie del lago Tiberiades. Habría sido una muy buena razón la belleza de estos lugares. Cristo no necesitó llegar a este continente para arrastrar a millones de devotos a una fe enfermiza.

Habían estibado la pequeña avioneta con sandías, dos docenas de gruesas y alargadas sandías hacían de contrapeso a los cuatro pasajeros que volábamos esa mañana. ¡Demonios cómo se movía aquello! El piloto, señor Madriz, un hombre cercano a los sesenta, pelo cano, jactancioso, tenía fama de haber cumplido alguna proeza aérea dejando caer su avioneta durante cientos de metros junto a las chorreras del Salto del Ángel, una espectacular cascada que se desploma desde una altura superior a los novecientos metros. Con un ojo mirábamos los meandros achocolatados que discurrían unos cientos de metros más abajo, y con el otro andábamos pendientes de la cordura del piloto que hacía subir y bajar a aquel trasto rozando demasiado cerca para nuestro gusto la superficie plana de un tepui. Los árboles de la selva semejaban repollos sobresaliendo de una inmensa caja de mercado. Un vuelo demasiado agitado para mi estómago poco habituado a estos sustos de montaña rusa.

La avioneta aterrizó sin novedad en Canaima, no sin antes sobrevolar la laguna que enmarca la famosa colección de sus grandes cascadas. Nuestro guía, Cristian, extrovertido disertador, amante sin condiciones de estos parajes, nos acompañaría por unos días en nuestra expedición al Salto del Ángel. Antes de pegar la hebra frente a un increíble arco iris que nacía en la oscuridad aceitunada del río como un puente de juguete, habíamos atravesado a pie bajo la impresionante cortina de agua de la cascada del Sapo. El fragor es ensordecedor, en algún momento el embate violento del agua hasta la cintura amenaza con tirarnos; aguantamos el empuje agarrados a una pasarela de cuerda. Imponía la fuerza nueva y desmesurada del agua desplomándose.

Al otro lado del río, y tras una marcha de media hora, nos esperaba la embarcación. En uno de los raudales debemos abandonarla y hacer algunos kilómetros a pie. La barca remontó el peligroso rápido liberada de los pasajeros; dentro va nuestro equipaje, me acordé tarde del dinero y la documentación, que no tuve la precaución de rescatar del macuto. Un camino color canela, entreverado de vainilla y chocolate, seguía la orilla arraudalada del río. Esperamos que no hubiera que buscar el pasaporte en el légamo de los meandros.

Sobre el río el cielo se había ido cerrando y había convertido las grandes montañas del fondo en un lóbrego paisaje donde alumbraban los flashes intermitentes de la tormenta. En el lado opuesto, la sabana, el campo abierto, se estrellaba contra dos tepuyes de paredes rigurosamente verticales. Presentí que me había quedado corto con mi provisión de diapositivas: los meandros, las coliflores de los árboles desde el aire, las masas de agua desplomándose, el arco iris como un raudal de luz naciendo del lecho del río... Hice unas tomas de una de las columnas del arco iris volando sobre un suelo de rocas y arenas de suave café con leche; después subimos a la embarcación. Comenzaba a llover, era divertido. Sin embargo, río arriba, el aire no tardó en ponerse pastoso y como de brea. La proa escindía la corriente en dos altas cortinas de agua que terminaban cayéndonos encima empujadas por el viento.

La lluvia arreció. Las aguas se tornaron inquietas con la tormenta mientras hacia el sur apareció el perfil de nuevas montañas cortadas a tajo sobre el río; ancladas más allá de la oscuridad, sobresalían entre los panes de niebla que se agarraban a las paredes negras próximas. Los azules se apagaron tras la cortina de agua y ahora eran una pura gama de grises con una línea clara que flotaba en el río reflejada por los huecos de luz que se abrían como un boquete hacia el horizonte. Mientras tanto la temperatura descendió, terminé un carrete de diapositivas, miré resignado al frente, tomé algunas fotografías en blanco y negro. Terminamos haciendo cabriolas para poner un nuevo carrete. El perfil del barquero, sentado sobre la proa, sobresalía bellamente contra los reflejos simétricos que bailaban arriba y debajo de la línea de los árboles. Muy poca luz, pero pruebo, coloco las sombras próximas contra el fondo despejado, junto a las montañas, las compongo de manera que sus formas emerjan como contrapeso de la silueta que se sostiene erguida en la proa. La cortina de agua describe un arco a la altura de mis ojos. Hace frío. El entorno es impresionante, coincidencia plena de un momento de excepción convocado por los juegos de la tormenta, el motor rompiendo la calma del río, la noche cada vez más noche. Parecía increíble estar aquí, en medio de esta cosa compleja y bella, fría, confiados ciegamente en que un motor siguiera dando vueltas, confiando en que en algún recodo el río, de la noche, aparecieran las luces de un campamento, una playa, algo que rompiera la duda de que no estábamos a merced del río, de la oscuridad, de la selva.

Una ráfaga de agua se nos coló como un bofetón por encima de la borda. Con noche cerrada la embarcación giró a estribor y se adentró por un río menor, el Aonda; pocos metros más allá, las luces del campamento aparecían diseminadas entre los árboles de la orilla.

La tertulia se prolongó aquella noche por mucho tiempo. Cristian disertaba en inglés delante de su grupo sobre el programa para el día siguiente; lo hacía con manos, ojos, cabeza, con el cuerpo entero; se encontraba en su salsa, el rey del mambo. Al rato hace un apartado con nosotros y, aunque le decimos que sí hemos entendido, inicia una nueva charla (¡socorro!) que poco a poco fue subiendo de tono y se ramificó mucho más allá del tema que le había traído a conversar con nosotros. Era incapaz de estarse quieto, se parecía a mi hijo Rodrigo, subrayaba las palabras, jugaba con las curvas tonales como si fueran un acordeón. Todo era extraordinario en sus relatos: un ermitaño lituano de los años cuarenta, que vivió sólo aquí y que él conoció de niño; un topógrafo alemán que midió el tepui que corona el centro de Canaima (setecientos cincuenta kilómetros cuadrados), también solo; un duelo entre un piloto de helicóptero y un paracaidista que se rifaban a ver quien era capaz de descender más rápido, uno con el motor apagado y el otro con el paracaídas recogido. Cosas así. Hay que decir que entre historia e historia se ponía un medio de whisky con hielo. Alrededor de la maquinaria de su imaginación y de sus palabras se llegó a formar un discreto corro. Al principio de la tarde había intercambiado con él algunos puntos de vista sobre escalada y cuestiones relacionadas con la filosofía de la aventura y ahora Cristian parecía haber encontrado el interlocutor idóneo para hilar un discurso sin fin. No me soltaba. No llegaba a terminar los temas, el whisky tenía, sin lugar a dudas, su parte de responsabilidad en esta facundia intempestiva.

En algún momento logré encontrar una evasiva. Cristian cambió entonces de audiencia, se fue a jugar al dominó con un grupo cercano. Yo me ocupé de mi cuaderno de viaje. Me trajeron una vela. En la mesa de al lado se oía ininterrumpidamente la voz de nuestro guía y el golpeteo desmesurado de las fichas de dominó contra la mesa.

Al día siguiente llegamos bajo los mil metros de cascada después de algunas horas de navegación y de una buena caminata que tuvo su momento más bello en la travesía y ascensión de la selva que crece a los pies del salto de agua. Una humedad relativa que se acerca al punto de saturación facilita que crezca una exuberante vegetación que acabó con mis provisiones de película; esos líquenes que no me canso de fotografiar, por ejemplo, y que aquí muestran una sutilísima variedad de tonos bajo la luz suave de la niebla matinal. Las aguas, bajo el efecto de la descomposición vegetal, llevan en suspensión una sustancia, el tanino, que le da un bello aspecto de jarabe anaranjado; el suelo, donde no es un laberinto de raíces, forma una espesa alfombra de hojas que produce el efecto de estar caminando sobre un mullido colchón. El bosque chorreaba agua, los verdes eran encendidos y lujuriosos, los miles de metros cúbicos que se desplomaban formaban sucesiones de cortinas que caían armoniosas solapándose unas a otras y jugando sus encajes con la niebla y con el fondo negro de la montaña; descienden increíblemente lentas, el agua se dispersa cientos de metros más allá de la vertical formando un diluvio que riega permanentemente el bosque. Toda la selva inmediata parece formar parte de esta cascada gigantesca, la masa principal de agua se derrumba envuelta en brumosos hilachos que penetraban profundamente en el bosque. La vista es fantástica. Los turistas somos una panda de extraños en este paisaje grandioso, jugamos, nos hacemos fotos, nosotros y la cascada, nosotros y el letrero donde se la nombra. Había algo infantil que rondaba en los visitantes frente al famoso espectáculo: el documento notarial, el certificado de yo estuve allí.

Cuando regresamos junto a la embarcación, el pollo a la hoguera estaba en su punto. Después será descender el río a un velocidad que ponía a prueba los nervios cuando atravesábamos los rápidos. Todo el recorrido esta rodeado de selva impenetrable sobre la que se yerguen montañas y paredes espectaculares. En el campamento llovía, el torrencial aguacero de la tarde caía con violencia sobre el tejado de zinc.

En la tertulia de la noche el whisky fue sustituido por la guitarra. El resultado era óptimo, las risas y las voces de los venezolanos se mezclaban con el clamor de fondo de la selva. Me recordaba el ambiente de los refugios italianos de los Alpes allá por los años setenta. Eché cuentas: hacía dos meses y medios que habíamos salido de casa; en las dos últimas semanas el tiempo parecía haber transcurrido con especial celeridad. Ahora, la otra selva, la grande, la que baja hasta Manaus y sube hacia el Pacífico, se extendía ante nosotros como una promesa. Los ríos de América son lentos, no están hechos para nuestras prisas de occidentales, navegar las aguas rojas, éstas del río Carrao en las tierras de Canaima, las aguas marrones y calmosas, aquellas que hienden por medio el país de más al sur, se mide por un tiempo que no es el nuestro. Ni perdidos en la selva dejaba de oírse el metrónomo: tic tac tic tac.

Tarde sin deseos

tarde profana, huérfana.

“Nunca, sino ahora, supe que existía

el canto cordial de la distancia”

La síntesis de los contrarios:

la sangre del tiempo

fluyendo en la calma mayestática del río dormido,

la quilla abriendo en canal

el espejo sólido en que se miran

las nubes y los árboles.

El misterio de los caminos extraviados:

Los deseos, mariposas locas

revoloteando sobre una zapatilla color fosforito

(it’s the colour, sais the japanees).

El color de unos ojos,

la sonrisa de mi sobrina Alicia

el día que hizo su primera comunión,

y que hoy vi en la cara de una niña indígena.

Tarde sin deseos.

Rasca que te rasca

(mosquitos mierderos)

rasca que te rasca

de noche estrellada,

de espera.

I’m waiting for...

I don’t know what

I’m waiting, nothing more.

Aspetare.

Forse questa notte...

quizás en el agradable balanceo de la hamaca,

cuando llegue el silencio

y la noche y yo podamos hablar de tú

como amigos en la intimidad.

Quizás.

“Si estaba ahí era por alcanzar el entendimiento de lo grande” (El acoso, Alejo Carpentier)

La necesidad de lo grande, de lo hermoso, corre por las fibras del ser como una corriente encantada que fuera capaz de sacarnos con su llamada de los ciclos de lasa cotidianidad. Cada vez queda menos espacio para lo extraordinario, que se diluyó poco a poco en los caminos de la infancia y juventud; el mundo se estandariza necesariamente y la compañía de la seguridad que aprendimos a llevar a todas partes como condición sine qua non, mediatiza nuestros movimientos; también el mundo se organiza, varios millones de livingstons y stanleys recorriendo cada día el mundo de un lado para otro termina por disolver el halo mágico del misterio, la aventura se expende en sucedáneos que son la justa servidumbre de nuestro arrogante dominio del mundo: aventura enlatada y descafeinada para todo aquel que disponga de unos pocos dólares.

Sigue, no obstante, vigente la cita de Carpentier, el entendimiento de lo grande, si somos capaces de no banalizarlo, puede rondar tanto en las notas de una sinfonía como en el canto del anchuroso río que se deslizaba bajo la lluvia quedo y como de plata en la noche del principio de esta aventura; si somos capaces de meter nuestra carne en la carne de la naturaleza, de la selva; si somos capaces de ver, de oír, de aislarnos en los embates y el fragor del interior de la cascada del Sapo, del turismo organizado; capaces de limpiar nuestros oídos y nuestra mirada, de acercarnos al estado de gracia que exigen los ríos, las selvas, las montañas, los desiertos, para entregarnos al secreto misterio de la naturaleza; amada por demás que no se entrega como ramera al precio de unos dólares, sino en el amoroso forcejeo de una ternura y una sensualidad sin paliativos.

Una pequeña carretera une el sus de Venezuela con el caudal del río Amazonas. Volvíamos a rodar por la tierra. Ya sólo faltaba el fuego, el espíritu que activa las otras energías primarias. Lo que está en potencia en nosotros, lo que dormita en nuestro interior, de la misma manera que lo hace el fuego en la médula de un leño, parece que estuviera aguardando allí el momento de transformarse en espíritu del aire.

Nos faltaba el fuego, pero el fuego, como elan, como naturaleza sutil de las cosas, debe ser cosa de uno, no del paisaje, ni del viaje. Quizás pueda ponérsele en el mismo plano que esa otra idea que ya apareció más arriba: gracia, estado de gracia; fuego, disposición anímica para acercarse a la realidad y penetrarla, interpretarla al calor de un empuje interior. Horas de fuego igual que hay horas de tedio y hastío, periodos de sequedad, jornadas de indiferencia y abulia.