Amazonas. La gran Loretana

Cambiamos de barco. Por la tarde mi hamaca se asomaba al río balanceándose desde el proscenio de La Gran Loretana, el barco con el que continuaríamos el trayecto hasta Iquitos. Al otro lado del río se veían las luces de Leticia y Tabatinga. El pequeño poblado de Ramón Castilla, cuatro casas en donde ondea la bandera peruana, se levantaba, con sus techumbres de cañas y hebras vegetales, por encima del talud de la orilla. Las casas, alzadas como palafitos sobre pivotes de madera, formaban un par de filas por el medio de las cuales corría un camino de piedra; calle principal y única a donde se asomaban dos tiendas, la oficina de la aduana, la escuela, la barraca de la policía federal, un par de restaurantes y unas pocas viviendas. Junto a una de ellas habíamos charlado con tres críos que hacían sus deberes desnudos ante una mesa de tablas.

En Tabatinga, nuestro último contacto con Brasil, habíamos tenido el tiempo justo para recoger el correo. El más animoso y simpático de todos, era sin lugar a dudas el de mi suegra Mary, que en un arranque de euforia y actividad había conseguido llenar un puñado de párrafos para nosotros.

Fuera pereza, Sagrario, comenzaba su carta en un alarde de buen ánimo, contesta a esa carta de tus hijos ausentes, tan lejos de todos nosotros y tan cerca de mis pensamientos diarios. Y contaba detalles de su setenta y nueve cumpleaños, asuntos de la vida cotidiana; también había estado con Lucía en el teatro, con vuestra Lucía, decía ella. Daba por último noticias de nuestros hijos, de los que no ahorraba elogios.

Aunque sólo fuéramos viajeros de ocasión, puros señoritos, curiosos de esta tierra llena de agua, no por ello nuestra sensibilidad dejaría de empaparse de ese algo que tiene la facultad de hacer sentir al cuerpo (ese que cantaba Marisa, verso a verso, en uno de los correos —bendito cuerpo, bendito aire, noche, lluvia—), el sabor íntimo de las cosas de este mundo. El río se acaparó del tiempo, lo embrujó con los reflejos del crepúsculo, con el estertor de la sirena, con las virtudes múltiples de la hamaca meciéndose en el espacio último del viaje como quien se ríe de las prisas de este siglo; lo embrujó, lo secuestró y ahora ya no existía el tiempo; veíamos suspendidas las nubes blancas del azul ligero del cielo, mirábamos jugar a los bopos al atardecer, hablábamos sin que por primera vez en muchos años sintiéramos la necesidad de saber qué haríamos en el momento siguiente.

* * *

En momentos como aquellos —¡ah, la hamaca! de noche, las luces como pececillos tiritando en la superficie del río— uno parecía visitado por el don de la ubicuidad. ¿Cómo expresar lo que se siente sin cansar a quien nos pueda estar leyendo? Porque no quiero seguir escribiendo sin volver a hablar de la noche, de la hamaca, de la brisa fresca que dejó la tormenta de la tarde sobre la superficie del río Solomoes. Mi mente limitada no sabía encontrar elementos diversificadores en la calma de la tarde, pero es que estando tan lleno de estas cosas era una lástima no dejar testimonio de ello. Sucedía como cuando uno se encuentra ante un motivo fotográfico de excepción, se pierde la noción de la medida de las cosas y las tomas siguen a las tomas ininterrumpidamente como si la saturación de la misma imagen sobre el fondo oscuro de la cámara fuera la manera que elegimos para confesarnos nuestro gozo estético de manera repetida.

Nuestra azotea de hierro era habitada esta vez por tan sólo tres pasajeros más; un gran toldo nos protegía de la humedad de la noche. La ubicuidad de la tarde venía también hoy de la mano del abultado número de cartas que leímos, una vez hubimos montado nuestro campamento en torno a las hamacas del puente de popa.

Mientras terminábamos de leer la correspondencia bajo el cono de luz que oscilaba por encima de nuestras hamacas, habíamos notado que el barco describía extraños y reiterativos giros en el río; las luces de Leticia y Tabatinga, que lógicamente deberían aparecer por popa, tanto las veíamos por proa como a estribor o a babor según las momentos. En un principio, abstraídos como estábamos con el correo, pensamos que se trataba de otra población, cosa, por otra parte muy improbable, pero que servía a la razón para no abandonar el hilo encantado de la lectura. Era una noche muy oscura en que no había otras referencias que esos restos luminosos; el manto de agua no se llegaba a distinguir de la orilla, los árboles de la ribera eran una masa oscura e indiferenciada que se confundía, engullida por la noche, con el telón de fondo del cielo estrellado. El ruido de los motores se asemejaba al de un automóvil al que le resbalara el embrague. Terminamos por saltar de nuestras hamacas y bajar al puente de proa para averiguar lo que sucedía. A estribor, sobre una plataforma que caía directamente sobre el río, un marinero lanzaba la sonda y gritaba la profundidad al maquinista: tres, cuatro metros. En aquel instante la popa coleaba peligrosamente a menos de cinco o seis metros de la orilla. Durante más de una hora el barco subió y bajó con extrema lentitud la corriente del río buscando aguas profundas, parecía como si aquello no tuviera salida, en todas las direcciones la sonda no superaba esos tres o cuatro metros que continuamente gritaba el marinero. La totalidad del pasaje, asomado a las barandillas, no perdía detalle de la situación. Cuando en algún momento el marinero gritó: ¡seis metros!, hubo un respiro, el barco giró ligeramente a babor, descendió siguiendo la corriente del río y luego enderezó hacia la otra orilla por un río cada vez más navegable.

Sólo cinco hamacas en el puente de popa. El sonsonete de los motores acunaba el principio de nuestro sueño; la luna, débil, salía ya tras una cortina de nubes, hacía surgir algunas sombras en el mate plano de la noche en donde sólo el vibrar de los motores y la oscuridad existían. Ya no era el sopor ni el calor húmedo de anteayer, un fresco apacible corría por cubierta.

Desde que empezó a clarear todo tuvo la forma de un sueño, llovía fuerte, oía ruido de motores y la sombra de otro barco junto al nuestro tenía aspecto onírico. No estoy seguro de si existió en la realidad, lo percibía como un sueño. Despertar lejano con un fuerte dolor reumático en el hombro y brazo derecho. Sonaba repetidamente la sirena, la orilla había desaparecido tras un telón de niebla y agua. Las percepciones se movían al ritmo del balanceo de la hamaca, un tic tac que marcaba con su cadencia un no sé qué de espacio intemporal en la madrugada. Había amanecido pero nadie se movía de su chinchorro, encogidos como yo en un alba de plomo, gris, lleno de una lluvia persistente que teñía de misterio el cuadro entero del día que comenzaba. El río se ensanchó hacia popa; muy lejos, la línea de los árboles, muy débil, se desdibujaba hasta fundirse con el perfil marino del río. El viento golpeaba los toldos deshilachados que cubrían el puente de popa. Tenía algo de buque fantasma aquel armatoste de hierro.

Las horas pasaban extremadamente lentas por la mañana, el ronroneo, sistemático, cadente, ajeno al tiempo, indolente, pesado, se hacía patente en medio de un calor cada vez más agobiante, sin brisa que aliviara la pesada calma del momento. Me había despertado con un sol en los ojos que levantaba de la copa de los árboles y caía directamente sobre estribor como una caricia matinal. Despertar y haraganear en la hamaca después de ocho horas de sueño sin cambiar de posición, sin moverme, sin una mala molestia después de tanto tiempo tumbado, era un regalo. Defiendo mis ojos tras la sombra del extremo de la hamaca que está prendido de los hierros de la toldilla, me voy desprendiendo poco a poco de las prendas que tengo encima, la capa de plástico, que me aislaba de la humedad, el gabán de algodón que me compré en Mérida por quinientas pesetas como recurso contra el frío, el chubasquero que adquirí para ir a Los Nevados, un par de calcetines, los pantalones largos, y vuelvo a estar tranquilo mirando al río, repantigado en la calma chicha de la hora. El calor terminó por echarme de allí, bajar al baño, quitarme las legañas, hacer estiramientos junto a un chaval que me observaba intensamente con esa mirada descarada que tienen los críos del todo el mundo. Le mantengo la mirada, se sonríe, me pongo de rodillas en el banco tapizado de cuero, estiro: dejo mi cuerpo en condiciones de encontrarse con el nuevo día. Hoy toca olfatear arriba y abajo del Perú para ver dónde mi instinto perruno quiere echar sus meaditas preferidas. Las tenía enumeradas en una vieja guía que compramos hacía años en Bolivia, Backpacking in the Andes; la Cordillera Blanca, el Huascarán, el Sendero del Inca en los alrededores del Machu Picchu. Las montañas y los glaciares sustituyeron de inmediato al río, el señor del día y la noche de entonces, y me entraron unas repentinas ganas de caminar; Dios, caminar, caminar, qué deseo de encontrarme con las montañas; la vuelta a los orígenes, a una semana de barco otra semana de cumbres y esfuerzos, pasos cercanos a los cinco mil metros, largos valles, otra manera de estar conmigo.

Se me ocurre que la vida puede ser eso, muchas maneras diferentes de estarse con uno mismo. El viaje, y dentro de él esta calma sedante del río; y, además, el afán de caminar y de mirar. Poner al organismo en condiciones de ser estimulado. El río y la montaña eran dos maneras diferentes de alcanzar ese estado de hacer. La fertilidad de los estados de autoconciencia en contraposición con aquellos en los que apenas se destila la preocupación biológica por superar el aburrimiento. Mi estar conmigo mismo era columpiarse entre la conciencia racional y el abismo de nuestro escurridizo ser interior, un punto privilegiado de observación en el que la realidad y nuestro complejo yo encuentran las mejores condiciones para acrisolar y sintetizar su esencia.

Vivir rodeado de actividades inocuas, atender sistemáticamente a los asuntos de intendencia, me alejan de mí, me deshumanizan. La población de esta parte del Perú hace la vida en el río. Su vida parece transcurrir en una ocupación continua; economía de subsistencia acompañada de una numerosa prole. El hombre necesita un espacio en donde encontrarse y poder decidir sobre sí mismo; algo muy diferente a eso otro de verse empujado por los acontecimientos que nos van echando encima los días a lo largo de nuestra vida sin dejarnos respiro para decidir.

La actividad que deba avenirse con mi yo, cualséase, que dirían los antiguos, tendría que cumplir la ineludible condición de tener a ese yo como referente, no la alienación que supone el transcurrir de los años sin que seamos nosotros los que decidamos sobre el cúmulo de circunstancias que nos conciernen.

El barco se detiene a recoger cajas de pescado junto al talud de un poblado; alternancia de calor sofocante con la brisa de la vuelta al río. Alternancia de ritmos. También esto debe ser un constitutivo necesario en los esquemas del cerebro; la frescura de la alternancia, cambio de ritmo como en la música, no vaya a ser que un exceso de autoconciencia atasque los imbornales de cubierta y con la lluvia nos vaya a llegar el agua al culo.

Por eso que ni siempre montaña, ni siempre río, simplemente que no falte el alivio de reencontrarse con cierta frecuencia y, sobre todo que no nos olvidemos de los ratos de locura. Ponga usted un rato de locura en su vida y el cuadro quedará completo. Ahora, ojo al canto: atención a la sonda. El río se ensancha hasta convertirse en un inmenso lago salpicado de islas; pura arena, aguas someras por tanto, máquinas al ralentí y un marinero lanzando la sonda a cada momento, no vayamos a dejar encallado este trasto en un ramalazo de locura y velocidad. Hacia proa se oía la voz del marino: hondo, siete, ocho, nueve, hondo, hondo. Seguimos navegando.

Perdí la noción del tiempo por un rato. Arropado y mecido en el sitio de siempre, leía Historia de un náufrago, de García Márquez. Casi tenía que hacer un esfuerzo para salir de la balsa que flotaba en el Caribe. Relato verídico, escueto, sin concesiones literarias. Llega la noche y los aviones de rescate no aparecen; hay un silencio infinito junto a la balsa. Y levantaba la vista y volvía a ser consciente de dónde estaba, el río, la brisa, un rebaño de nubes ligeras campando en el horizonte. Sopor de siesta bajo la toldilla, sólo Victoria y yo no dormíamos. Cremosa lentitud, calor; desde hacía día y medio el agua se había vuelto oscura y espesa, la bandera peruana ondeaba perezosamente en el pabellón de popa; cabañas de techumbre de palma, algunas garzas, los cayucos de siempre... y calor, mucho calor. Y bajo la toldilla un naufragio y poco más; a mi derecha Victoria leía a Rómulo Gallegos, el episodio aquel que narra cómo el llanero, cabalgando en la noche, enciende el cigarrillo con un ojo cerrado para que el deslubramiento del fósforo no le impida seguir cabalgando una vez que éste cuelgue encendido de la comisura de los labios. Leer: estar aquí, pero estar allí, la simultaneidad de los mundos y las ideas; mundos que yo elegía, el trabajo de deslizar mi mano y decidir entre la oferta de las estanterías qué tipo de historia quería vivir hoy o mañana; y así saltar de Cuba, de los versos musicales de Nicolás Guillén, a los Llanos de Venezuela; a un rincón de España de la mano de Galdós, ayer; al Caribe, hoy, con García Márquez; a Macondo mañana; a Méjico con Rulfo, que no resistí dejar de comprar antes de poner este gran río entre una librería y la siguiente. Y una vez recuperada la conciencia de mi lectura —el náufrago en su primera noche— con un vistazo a este bloc, volver al Caribe, ver, constatar en qué para el camino hacia la supervivencia.

A las cuatro y media de la tarde, cuando el calor en cubierta volvía a ser asfixiante, el náufrago llegaba a tierra y seiscientos hombres lo llevaban en andas hasta las puertas de la civilización. Y todavía nuestro barco seguía incansable su ancho camino de agua, aproximándose poco a poco hacia la hora del crepúsculo. Y junto al camino de agua seguían creciendo árboles y chozas y barcas de pescadores. Todo continúa igual que antes del naufragio, sólo apenas hacía un rato.

Después, la tarde transcurrió en un placentero espectáculo de luces que se desplegaba frente a la proa poco antes del crepúsculo. Y al cabo, envueltos ya en la oscuridad, la tormenta, inflada y ventosa rompiendo con toda su fuerza contra el barco. Los pasajeros habían evacuado el espacio de la toldilla bajo el puente de popa ante la amenaza del temporal, las ráfagas de viento y agua llegaban a todos los rincones. Victoria y yo decidimos quedarnos allí, sin embargo; el insólito espectáculo de los truenos rompiendo contra el río y la selva era digno y hermoso. Sólo un pequeño rincón quedaba a salvo del agua. El motor, con su bronco rumor de máquina, asumían el papel de los contrabajos en la sinfonía de la tormenta, melodía arrafagada en medio de la noche que se terminó de echar encima en un santiamén en el momento en que empezaron a sonar los primeros relámpagos.

Y llegamos a Iquitos a la una de la madrugada. Y le caímos bien al patrón del barco y nos dejó pasar la noche en nuestras hamacas hasta el amanecer. Poco después del mediodía tomábamos un vuelo con destino a Lima.