Costa Rica

San José (Costa Rica)

Después de un viaje de casi doce horas, peregrinamos a la búsqueda de un hotel que se adapte a nuestros gustos y presupuestos. Encontramos al fin una bonita perspectiva, un balcón que da a la Avenida nº 2; salimos a pasear, y de pronto ya no estamos en América Central, no la América Central que hemos vivido desde que aterrizamos en Ciudad de Méjico; son el conglomerado de animadas calles peatonales que conocemos en la Europa mediterránea: apañadas, agradables, placenteras de pasear. Chequeamos el correo, nos vamos de paseo y nos encontramos con un anuncio: Tosca, Jacomo Puccini, última representación esta misma tarde, el espectáculo comienza en una hora. Una carrera hasta el teatro. Una banda ancha blanca cruza el cartel donde se anuncia la actuación: localidades agotadas. Nos vamos a tomar un piscolabis y volvemos enseguida a la puerta del teatro. El mismo ambiente de gala que ayer noche con el ballet Bolshoi en Managua, pero menos provinciano; rondamos a los hombres y mujeres que se acercan a la puerta. Cuando faltan diez minutos hay mucha gente nerviosa con las entradas en la mano esperando a la pareja, a un amigo; preguntamos, nada. A las ocho, empiezan a cerrarse las puertas, Berta insiste a un muchacho que ya no sabe donde poner sus nervios y que no hace otra cosa que mirar el reloj. A lo lejos aparece el amigo esperado por fin. El vestíbulo está vacío. Bueno, dice ella, vamos a tomarnos un café a la salud de Puccini, y salimos andando hacia la calle. Cuando empezamos a alejarnos un hombre se acerca apresuradamente a nosotros y nos ofrece dos entradas; ni siquiera hace intención de cobrarlas, salimos corriendo; la puerta está cerrada, nos abre un señor de librea, le miro con cara de cordero recién salido del matadero, le digo: ¿nos dejará entrar, por favor? Trepamos corriendo la escalera. Eso mismo, las primeras escenas de Fitzcarraldo, de Wernerg Herzog subiendo las escalinatas del teatro de la Opera en Managua. Llegando al tercer piso oímos ya los primeros compases de la obertura. Desde nuestras butacas la visibilidad no llega más allá de la mitad del escenario. Pero estamos dentro, en el interior de una catedral, el pintor Rodrigo y el sacristán inician su parlamento; Tosca, celosa a rabiar rastrea el escenario buscando una voz que oyó mientras se acercaba a su amado. Y ya tengo tiempo para mirar esta pieza de museo donde no cabe un alma más, teatro pequeño, acogedor, decimonónico. Cuando comienza el segundo acto me escurro hacia la barandilla tapizada y encuentro la manera de seguir el espectáculo de rodillas con el cuello asomado hacia el foso. Sí, señor, ver a Puccini de rodillas, toda una metáfora; la orquesta debajo de mí, paseo a ratos la vista por el público, por las filigranas del techo, por la escena colorista, recoleta, apretada, llena de sabor de época. Y suena, lo esperaba desde hacía un largo rato, aquello de mísera que canta Tosca y que tantas veces oímos a la Callas y a la Kiri Te. Me sube un escalofrío por el cuerpo; los espectadores aplauden frenéticamente, la orquesta debe pararse. Y en el acto tercero el aria, un hermoso canto a la vida de Rodrigo, que espera ser fusilado aquella madrugada. Y un final apoteósico lleno de vítores y saludos junto a una emoción genuina que transmite la satisfacción de un público agradecido.

Anoche volvió a abrirse la tierra en mitad del silencio; y la tierra gimió y lloró, débil primero, como saliendo del sueño, como resistiendo un dolor impostergable. Ahí desperté, cansado, embotado de viaje y kilómetros, al borde todavía de un aria de Puccini, sin saber aún de qué parte del sueño estaba. Había un tráfico ligero en la calle, un rumor de trompas, la vibración templada de un contrabajo; y entre unos y otros, en compases espaciados, el vagido, noche, la tierra, apenas audible pero poderoso, nacido del fondo, tenso, estirado, del grito, del único grito que nos redimirá de la soledad y el dolor; grito de carne e infinitud ahogado entre los brazos, la carne del otro. Y las olas, y las arremetidas del viento, el agua rompiendo con una brevedad salvaje contra la playa, arrastrándose enseguida con infinito deseo por la arena fría, por la arena cálida, por los muslos anhelantes para caer desfallecida, convulsionada, como pez fuera del agua, sin aire. Silencio, rumor lejano, entrechocar de espumas. Y regresar al mar, agarrarse al encaje de otra ola y rodar de nuevo al humedal de un nuevo ciclo, crecer en el deseo y en el dolor, dentro, al fondo, desaparecer el agua en el agua mientras la noche dure. Los músculos tensos, tropel de caballos, rumor de alas, dolor, rodar por la arena, hacerse encaje blanco, exhausto; dormirse en la arena abrazado a la tierra.

En la habitación de al lado se celebraba el rito de la vida. Espectáculo libre y gratuito, tierno, al que es imposible no sumar la tierra y el agua de otros mares, para a su vez volver a amanecer al fondo de la noche, abrazados y dormidos junto al blando encaje del alma que duerme sobre la hierba.
Al mediodía ya no era mata de pelo ni pasión de agua luchando en los brazos de la tierra penetrante; era mujer entera, era necesidad de compartir la soledad, forma, carne distinta, ojos diferentes, mirada amorosa, refugio. Los gemidos de la mujer de la noche que me sacaron del sueño, acrisolan mi ser, establecen la primacía de los yos que se cruzan, que han de entenderse, abrazarse para rodar por los ciclos de un tiempo sin un antes ni un después. Rodar.

Estamos en el Museo Costarricense. Los cuadros tarde o temprano terminan hablando ¿Por qué las cercanías de hombres y mujeres susurran siempre, dicen, cantan, hacen soñar historias, son como el horizonte inalcanzable del mar? Mirando algún lienzo pregunto: ¿de qué manera el rompecabezas de la existencia organiza algunas piezas en estos colores y formas? ¿serán imaginaciones mías? ¿Qué será eso que el pintor costarricense, Miguel Hernández, bautiza con “El secreto febril de la vida”? En una sala próxima el artista Herberth Bolaños pinta la sala de sonidos de agua y mandalas, las energías de la tierra son convocadas bajo el celaje de la fuerza invocatoria del hombre con la naturaleza, el hombre que medita y se deja bañar por los rumores de su propio corazón.

Por la noche, de nuevo en el escenario del Teatro Nacional. Un violín solista que interpreta Aires gitanos de Pablo Sarasate me vuelve a recordar el plañir de la noche anterior. La casa invita a un vino después del concierto: buen hábito en unos países donde cuesta ver donde está el vino.


San José-David (Panamá)

En busca de una emoción,
colores y timbres
brillos de ojos
la pulpa de unos labios
el brillo de un recuerdo despertado en la sala oscura de un teatro donde lloran lastimeras las cuerdas de un violín de barro y agua.
Búsqueda de mirar y ver
de oír el runrún del corazón,
las olas ruidosas del Atlántico
junto a la pajiza textura del campo
que rompe como el mar
contra el final de la tarde
llenando de polvo de oro los rastrojos,
de azul ceniciento el horizonte.

Viajo en autobús,
leo al poeta mejicano Jaime Sabines
miro los ojos dormidos de una mujer
el color de la mañana
los hilachos blancos sobre las montañas.

El Cuaderno amarillo de Salvador Pániker, que me compré ayer, espera paciente junto a mis rodillas a que la carretera salga de las tornavueltas de las montañas.
Llueve. El autobús atraviesa el corredor verde de la selva, se hace oscuro, como si entráramos en una cueva; huele a sudor y a campo mojado.




David-Panamá City, 13 de agosto

Ahora hace frío en el bus (aunque fuera la temperatura puede andar por los cuarenta grados), vamos por la segunda película, se ve un paisaje apacible y verde con nubes blancas sobre las colinas.
El currito de turno, eso sí, de corbata y camisa blanca, dice que el aire acondicionado está normal. Nada que hacer, pasar frío en pleno trópico mientras nos atosigan a películas: cosas de la modernidad.