Huelga en el altiplano andino

PERU. ENTRE LIMA Y AYACUCHO. Aquella noche soñé —o mejor, lo pensé en la oscuridad del bus entre Lima y Ayacucho— que había un hueco alrededor en donde estaba yo, y tú, y tú y mis hijos, y el hueco era como un patio, un campo en donde había todo lo suficiente para pasar la vida. No era lugar cerrado, estaba abierto, se podía ir lejos y volver. El lugar era cálido, no ocupaba ninguna propiedad, se vivía sin más en él y, aunque el resto de ese mundo existía, importaba poco, nosotros teníamos ese rincón donde lo único que había que hacer era vivir. No había grandes filosofías por allí, al menos no se las veía a simple vista. El espacio en donde crecía ese campo, que por cierto estaba resguardado del viento, pero abierto a las estrellas en el momento en que me sentí allí dentro, era oscuro y acogedor.

Estaba convencido de que eso era todo lo que había, y quizás lo que necesitaría en el futuro, y ello me producía una gran sensación de paz y libertad. En la televisión del bus habían puesto una película de caballos muy mala (Running free), sin embargo, algún remoto lugar del mundo con agua, pasto y tierra para correr parecía la aspiración decisiva de un potrillo en busca de sí mismo. Yo procuraba esconderme de la pantalla con el asiento delantero, pero algo me llegaba. Luego acabó la película y, en la oscuridad empezaron a sonar canciones que estaban entre Nino Bravo y Serrat.

Era placentero dejar vagar el pensamiento mientras el bus hacía kilómetros y kilómetros, arrebujarse como tantas veces en los rostros, en las miradas, los recuerdos, en la recomposición de ese rincón que era como un universo en el que todo dependía de nosotros mismos. Allí llegaban muy atenuados los ruidos del mundo, y lo que llegaba no interfería en absoluto en la plenitud del momento. El autobús llevaba diez horas rodando camino del sur, hacia el lejano Machu Picchu; miraba fuera, era hermoso vivir, mirar, ver. Minutos de plenitud sobrevenida que vienen sin más como un regalo a ese rincón de oscuridad. Le pasé distraídamente la yema del dedo por la mejilla; ella puso su mano sobre mi pierna. Fuera estaba la oscuridad y el perfil acarbonado de la noche.

No duraría mucho aquello. Estamos a cuatro mil metros. A la una de la mañana el bus se detiene en mitad de la oscuridad. Los campesinos han cortado la carretera en mitad del altiplano. Una huelga que comenzó a las doce y durará cuarenta y ocho horas. El pavimento está ocupado por grandes rocas de granito. Llega un coche patrulla, la huelga estaba anunciada, la empresa lo sabía, pero... El recorrido no lleva más de seis horas desde Lima, el tiempo suficiente para haber pasado los piquetes de huelgas antes de medianoche, pero nosotros hemos empleado doce horas: el paso está cortado. Aires de revolución en el bus, lleno a tutti plen, gritos contra el conductor, contra la empresa; opciones posibles: darse la vuelta y volver a Lima; quitar las piedras, grandes rocas algunas de las cuales superan la tonelada de peso, e intentar pasar arriesgando un enfrentamiento con los campesinos que vigilan ceñudos al otro lado de la barrera de piedras, dispuestos a romper todas las lunas del bus a pedradas. Se mezclan los desairados con algún que otro bromista que propone alquilar burros para continuar el viaje.

A las ocho de la mañana estamos en medio de una batalla campal: la policía disparando botes de gases lacrimógenos contra los campesinos y los campesinos desprendiendo grandes bloques de piedra desde un alto talud que corona la carretera. Una larga fila de autobuses, más de veinticinco se han ido acumulando entre la una y las ocho de la mañana. Cuando los antidisturbios habían dejado el paso expedito y los autobuses empezaron a circular después de retirar los bloques de granito, en una ladera más arriba empezaron a desprenderse rocas. Los campesinos se han hecho fuertes y torean a los policías, insuficientes a todas luces, yendo de un lado a otro del monte. Los gases lacrimógenos tienen poco efecto a campo abierto, el viento los dispersa en seguida.

Todo empezó después de la medianoche. La carretera había sido cubierta por rocas a lo largo de cientos de metros. Estaba nublado, lloviznaba. Los pasajeros, después de un pequeño revuelo, deciden parlamentar con los campesinos. Son tajantes, no podremos pasar por allí durante dos días; tampoco podremos dar la vuelta porque la carretera ha sido bloqueada a medianoche en distintos tramos. En el bus hay de todo, niños muy pequeños, ancianos, mujeres, hombres... y algún loco de atar suelto. La algarabía, los intentos de aunar posiciones, los gritos, las amenazas al conductor, forman un cuadro alucinante y esperpéntico en la noche oscura del altiplano. Describir esto requeriría el genio del Balzac; alguna exaltada llega a pedir el cuello del conductor; de los campesinos, con semejante oscuridad, mejor no hablar muy alto porque el campo puede estar lleno de lobos, aunque el apelativo más suave que reciben es el de borrachos.

Por la mañana Victoria y yo nos vimos en la obligación moral de poner las cosas en su sitio, arremetimos al unísono contra la mitad trasera del bus. Increíble. Les pusimos a parir y resultó un silencio mágico de aquella bronca que lanzaban dos extranjeros que no habían abierto la boca durante siete horas, que no habían retirado ni una sola piedra pese a las exhortaciones de muchos pasajeros y pasajeras, y que habían dormido flamantemente entre la palabrería interminable de la mayoría del personal. Los campesinos no están borrachos, señoras; ustedes parecen todo menos adultos; les debería dar vergüenza ser peruanos; ¿por qué no se van ustedes a insultar a los señores de la plata que viven en Miraflores, en Lima, en lugar de a esta gente pobre que lo único que hacen es exigir sus derechos? Cosas así: silencio; hasta la tía que había estado despotricando toda la noche detrás de nosotros no volvió a abrir la boca.

Un autobús lleno de hombres y mujeres puede ser un ejemplo en pequeño del funcionamiento de una sociedad, ejemplo deprimente de “pueblo” en funciones. No tengo ánimo para describir esto pero es estremecedora la destemplanza, la bazofia que hay encerrada en una parte importante del común de los mortales cuando estos se hacen masa (hay que recordar una vez más el lúcido trabajo de Elias Canetti, en Masa y poder).

Fuera, los campesinos exigían precios dignos para sus productos; los mayoristas les compran una vaca por cinco mil pesetas, un kilo de patatas por cinco; cuando llegan a los mercados estos precios se han multiplicado por diez, por veinte, por cincuenta. Si los campesinos de todo el mundo han sido siempre los parias de la tierra, los del Perú parecen estar en la rama más baja de esta clase social.

A las cinco de la mañana nuestra fila de autobuses se engrosa con siete u ocho más; el desplazamiento del equilibrio de fuerzas se salda con mucho a favor de los pasajeros. Se ha hecho de día y el miedo a la oscuridad cede a un arrojo que aumenta con la luz y con el número. Los pasajeros se enfrentan directamente con los campesinos y éstos ante el lenguaje de los números y la actitud amenazante de muchos, ponen pies en polvorosa mientras los pasajeros despejan la carretera de rocas. La ruta queda abierta y los buses se precipitan por el estrecho pasillo de rocas abierto en el asfalto. A los pocos kilómetros un camión, con todos los campesinos del puesto de vigilancia anterior, adelanta velozmente a los autobuses y viene a pararse frente al siguiente bloqueo, mucho más importante y numeroso que el previo. Los campesinos suman centenares. En este punto la carretera está invadida por bloques de granito que necesitan el concurso de diez o doce hombres para hacerlos rodar. Cuando llegamos al primer bus le han roto la luna delantera y dos personas son atendidas con heridas de pedradas. En medio de la carretera arde una gran fogata. Los pasajeros se mezclan con los campesinos que vocean sus razones en pequeños grupos. Las mujeres acarrean carrizos y paja para alimentar la hoguera. Los campesinos piden que se forme una comisión de pasajeros para hablar con ellos.

Merodeo entre el gentío con las dos cámaras en las manos. Luz de amanecer, tonos apagados, colores salidos de la noche y la humedad para envolver en un ambiente duro y ocre un montón de rostros trasnochadores. Mi pasión de fotógrafo de retratos puede sobre cualquier otra cuestión (recuerdo a los mineros norteamericanos de la exposición de Avedon de que hablaba Marisa): son rostros duros, entecos, oscuros, ásperos, de mirada hundida; el frío los trae embutidos en largos ponchos, su aspecto es mísero y primitivo. Tres o cuatro hablan con empaque explicando las razones de la huelga a los pasajeros. En algún instante, inesperadamente, empiezan a llover piedras por todos los lados; salimos corriendo en desbandada intentando proteger la cabeza. Cuando nos encontramos a cierta distancia de la lluvia arremetemos Victoria y yo gritando a los hombres de los alrededores que tiran piedras contra los campesinos; vuelve a producirse el efecto mágico de un rato antes en el autobús, los increpados dejan inmediatamente las piedras en el suelo y se escurren silenciosamente entre la multitud. Obedecen como sorprendidos por la violencia de nuestra exhortación. Cesan las piedras en ambos sectores. Los elementos violentos son fácilmente identificables en ambos bandos y la cordura tanto de los campesinos como la de los pasajeros ha terminado por imponerse.

Se decide esperar hasta que lleguen los periodistas; dejarán pasar con la condición de que les permitan hacer pintadas en todos los buses, además de transportar hasta Ayacucho diez campesinos en cada carro; es decir una supermanifestación motorizada entrando en Ayacucho a lo grande.

Mientras tanto pegamos la hebra con dos hombres. Una ilustrativa conversación con gente muy informada y de aspecto ecuánime. Hablamos largamente sobre el país. Fujimori, el Chino, se presenta ya de manera reiterativa como un hombre que supo aplicar criterios de gobierno muy positivos para el país, mientras que la credibilidad de Toledo parece ir en picado. Estando en estas conversaciones aparece una camioneta de la policía. En poco tiempo la carretera queda despejada, los acuerdos quedan en agua de borrajas. Subimos a los buses, nos ponemos en marcha, pero no hemos avanzado doscientos metros cuando volvemos a detenernos. Sobre un talud más arriba vuelan las rocas, los pasajeros se parapetan contra las piedras dirigidas directamente al bus. En seguida empiezan los disparos y los botes de humo. Pero los policías son tan pocos que el humo después de los primeros instantes se convierte en una atracción de feria. Los campesinos corren hacia el talud, se hacen fuertes en la parte prominente, los disparos parecen no llegar hasta allí. Los policías trepan la cuesta y los campesinos y campesinas, muchas metidas en el meollo, se desperdigan y aparecen un poco más arriba. El juego del ratón que te pilla el gato. Media hora después los antidisturbios han claudicado ante su inferioridad numérica. Los campesinos imponen sus condiciones y comienzan a pintar los autobuses.

Es esmalte, amigo, oigo gritar a alguien. Los campesinos se han agenciado dos grandes cubos de esmalte color rojo y haciendo muñequillas con papel higiénico van dibujando todas sus consignas sobre los autobuses: “Viva la huelga campesina”, “fuera Toledo”, etc. La pintada de los autobuses casi parece una fiesta, los pasajeros miran riendo con las manos en los bolsillos. Cuando todos los buses están todos pintados se oye decir que no los dejan pasar. Es el momento del mercadeo entre los pasajeros, aparecen por arte de magia coca-colas, bollos, magdalenas, quesos, todo mercancías que hasta ahora viajaban en las bacas de los autobueses. Las magdalenas que debían de costar a dos pesos el paquete, en quince minutos se disparan a los cinco pesos paquete: ¡plena aplicación de la ley de la oferta y la demanda! Dos enormes cajas con bollos, que transportaba una pasajera en la baca del bus se vacían en un santiamén.

En la curva se ha reunido una pequeña multitud, arriba del talud siete u ocho individuos con un solo empuje pueden desprender media montaña sobre la carretera si se lo proponen.

Y ahí estoy, tomando el sol, viendo en qué para la cosa. De momento hay bastantes pasajeros que cogieron sus bártulos y caminan carretera adelante hacia Ayucucho (más de veinte kilómetros). El resto hace bulto, un bulto como el cuerpo de una ballena, desde donde se eleva de tanto en tanto un chorro de gritos. La señora de las magdalenas hace su negocio. ¡Ajá! Me estaba preguntando desde hace un rato por dónde estaría Victoria que había ido a buscar un rinconcito por ahí y que tardaba en llegar y ¡zas! ¿dónde está? Pues haciendo sus compras de mercado, en la cola de la señora de las magdalenas, ¡justo, comprando magdalenas! Qué previsora. La veo acercarse con una bolsa en la mano, sólo los pudo comprar a cinco... ¡es que la vida sube que es una barbaridad! Ya tenemos desayuno, comida, merienda, cena... y vaya usted a saber si no se arregla esto...

Y yo que había dejado estas anotaciones anoche, cuando me apagaron la luz, en medio de un halo poético; creo que hablaba de mi rincón vital y del perfil acarbonado de la noche, pero ahora ya no es posible retomar el tema en medio de esta algarada.

De pronto follón, vocerío, y, como en la guerra, pam, pum, pom, pam, y vuelan los gases lacrimógenos dibujando pequeñas culebrillas de humo en el aire. Parece que estamos en la feria de mi pueblo. Ahora, eso sí, la gente corriendo mogollón, por si acaso.

No resisto seguir con este cuento. Desde ahí, dos horas de negociación. Se pasa, pero cinco kilómetros más allá volvemos a encontrar otro centenar de envalentonados campesinos. Llegamos por fin a Ayacucho, veinticinco horas después de haber salido de Lima, quinientos kilómetros al norte. Después tardeamos plácidamente, aunque un poco soñolientos, en una habitación en la esquina de la plaza de Armas (todo pueblo, toda ciudad tiene su plaza de Armas, sí señor), bonita, colonial... un regalo para terminar un día sumamente entretenido e ilustrativo. Para cosas de éstas sirve viajar, ¡qué leñe!