Guatemala, El Salvador

Guatemala, Marinoff, Italo Calvino



Después de nuestro gira turística matinal, el Papa, el gentío, una buena colección de retratos arrebatada por la presencia de la Curia Romana, pasamos un rato por el hotel a descansar. Me enfrasco en el libro de Marinoff, Más Platón y menos Prozac. Algunos fragmentos de mi lectura: “Hegel considera que el poder existe en dos facetas: para que uno sea poderoso, otro tiene que ser impotente. Los amos obtienen sus sensación de valía a partir de la opresión del prójimo”. Evidencias que conviene recordar. Más: “El filósofo y teólogo judío Martin Buber divide las relaciones en dos tipos: Yo-Tú y Yo-Ello. La primera representa un toma y daca mutuo entre iguales, mientras que la segunda se fundamenta en la propiedad y la manipulación, igual que entre una persona y un objeto. Una relación saludable necesita sobre todo interacciones Yo-Tú, pero lo cierto es que a menudo cometemos la equivocación de tratar a las demás personas como si fueses cosas y entramos en la dinámica Yo-Ello. Ésta constituye otra forma de establecer un desequilibrio de poder que conducirá al conflicto.” El libro de Marinoff es un cajón de sastre esta tarde: “Un hombre nada puede desear a menos que antes comprenda que sólo debe contar consigo mismo; que está solo, abandonado en la tierra en medio de sus infinitas responsabilidades, sin ayuda, sin más propósito que el que él mismo se fija, sin otro destino que el que él mismo se forja en la tierra” (naturalmente, Sartre).

Una tarde más. El último pedazo de ella deshaciéndose entre las páginas de un libro es una imagen que yace esparcida por muchos rincones de la memoria; todas imágenes tranquilas, con sabor a crepúsculo, a tiempo sin tiempo. En el caso de hoy tarde ruidosa que siguió a mañana de agobio y de una búsqueda frenética por huir de la sordidez de algunos establecimientos hoteleros. La calles tumultuosas, ruidosas de Méjico, el cruce de dos de las principales arterias de la ciudad, que habíamos olvidado hoy en nuestro empeño de huir inmediatamente de un lugar decrépito en que nos habíamos metido anoche presionados por la oscuridad, reaparecen hoy como el golpeteo de un martillo pilón junto a nuestros tímpanos. El ruido hace difícil nuestra comunicación, sentados ambos en nuestras respectivas camas situadas en ángulos opuestos de la habitación, debemos a veces gritar para entendernos. Me asomo al balcón, dos vecinas de buen ver y de grandes tetas apoyan sus pechos desmesurados en el poyete de la terraza y ríen ostentosamente mirando a la calle; me gusta verlas; no les quito el ojo de encima, espero con la intención de ver qué sucederá cuando se crucen nuestras miradas; espera inútil. Regreso a Italo Calvino, oigo a la policía abajo, vuelvo a asomarme: trabajo rutinario, varios individuos con las manos sobre la pared son cacheados; todo transcurre en un clima amigable. La calle queda bloqueada por una doble línea de autobuses, sonido de claxon, banderitas en la ventana con las consignas de bienvenida al Papa, gritos; parece una manifestación pero sólo son una acumulación casual de voces.

La nube de smog. Leer a Italo Calvino me produjo siempre la sensación de una lectura que está de vuelta de muchas cosas, la fina ironía, su humor soterrado, parece que destilara un tipo de vida que tiene la capacidad de ver, de analizar, pero a la que uno siente le faltara el impulso pasional de los deseos, la cuesta abajo de la desmesura. Vida reglada, familia, esposa rechonchita buena ama de casa, horario de oficina, expedientes que resolver, lecturas que completar y veranos en las playas del Adriático son aspectos personales que sugieren la lectura de un puñado de libros suyos, de la misma manera que los libros de Conrad sugieren vivencias marinas y aventuras sin fin en ultramar. “¿Cómo se puede, señor, mezclar con la excelsa poesía de Catulo, cuestiones tan prosaicas como los emolumentos por la traducción en que usted trabaja? –escribía Calvino desde su papel de gestor en la Editorial Eunaldi de Torino, al traductor de turno que pedía anticipos por su trabajo-. Calvino parece ir a su bola sin importarle demasiado lo que se mueve a su alrededor; juega con las palabras; se mueve bien dentro de la piel de unos personajes que asumen conscientemente su mediocridad. Es la mirada de un tímido que ve desfilar el mundo desde la sutil sabiduría de quien ha vivido considerable cantidad de años.

Muchos de sus cuentos son apenas el esbozo de una idea, una pequeña ola que va suavemente a recostar su cabeza en la arena tibia de la playa. Como la vida, que muchas veces no es otra cosa que esa línea secreta con que termina uno de sus cuentos (“y le parecía que en el informe embrollo de la vida se escondía la línea secreta, la armonía que sólo se podía encontrar en la muchacha celeste-cielo, y que éste era el milagro de ella: el escoger en cada instante, en el caos de los mil movimientos posibles, aquél y sólo aquél que era justo y límpido y leve y necesario, aquél y sólo aquél que, entre los mil gestos perdidos, contaba.”). Trato de adivinar al autor tras su escritura, confusión a veces posible aunque no descabellada, y me encuentro que muchos de sus personajes tienen rasgos comunes: que el soldado Tomagro del primer relato es el adolescente que fue el reportero de “La nube de smog”; que el lector empedernido del quinto no es otro que aquel que escribió “Por qué leer a los clásicos”, lector asiduo y enamorado de los libros, en donde la historia de una vida parece ser la historia de las lecturas y relecturas cumplidas a lo largo de los años; el empleado que un día descubre inesperada, agradablemente el atractivo de estar con soltura y normalidad entre la gente del otro sexo (“La aventura de una mujer casada”). No es el poeta, pero quiere ajustarse a esa línea secreta y armónica de la esquiadora de otro de sus cuentos. Pero sobre todo es el redactor de “La nube de smog”, el hombre que estuvo en la Resistencia con Cesare Pavese, en los tiempos difíciles del fascismo italiano, pero que termina tras la mesa de un despacho cumpliendo un trabajo y recibiendo un salario. Y mientras tanto las hormigas Argentinas se multiplican, el tiempo pasa y las hormigas siguen ahí, la nube de smog va creciendo, y el aire limpio de los prados aparece cada vez más lejos, más lejos; ese escueto mar apenas más allá del mundo de las hormigas está ahí, a nuestro alcance, pero la obsesión del tiempo, de las hormigas, de las tareas diarias raramente dejarán lugar a ese apacible paseo, mujer, niño, esposo hasta el muelle cercano.

Sin embargo, quizás en el fondo, pese a la nube, pese a las hormigas, se esconde la sabiduría del que va despacio y atraviesa la vida con el secreto de alimentarla con sencillos condimentos. Así termina el libro de Calvino: “Ahora yo había visto (había visto los campos donde las mujeres, como en la vendimia, pasaban con cestas descolgando la ropa seca de los hilos, y la campiña sacaba al sol su verde entre aquel blanco, y el agua corría llena de burbujas azuladas), ahora ya había visto y no tenía nada que decir ni por qué meterme en lo que no era cosa mía...... No era mucho, pero a mí que sólo buscaba imágenes para guardarlas en los ojos, tal vez me bastaba".


El Salvador, 1 de agosto


Cuando llegamos al hotel lo primero que nos preguntan: ¿para un rato o para una noche? (?) Somos viajeros de presupuesto bajo, miramos dentro de la habitación, veo en Victoria un gesto de reticencia, se va ella a otra de al lado, se mete en el cuarto de baño; yo mientras tanto intento que mis pupilas se adapten al interior de la primera estancia, su aspecto sombrío repercute en mi estómago; cuando pasan estas cosas, en mi bajo vientre se produce una especie de vacío, de mi esófago arrancan unos movimientos que deben de parecerse al de los anillos de las serpientes cuando están deglutiendo una pieza desproporcionada para su conducto digestivo. Quedan dos horas de luz, si nos ponemos a buscar hotel se nos hace de noche, y la noche no parece muy recomendable en esta ciudad: nos quedamos. Colocamos los macutos junto a la pared de la puerta, alzo la cabeza hacia el fondo de la habitación y me encuentro con un encuadre interesante: las sábanas blancas y las almohadas se extienden en un armónico escorzo hacia el lado opuesto de la habitación; en el fondo el esmalte amarillo y desconchado de la pared se revela como motivo idóneo para mi cámara. Necesito espacio, me falta un gran angular.

La habitación no tiene cerradura ni candado. Una verja de hierro en la puerta del hotel puede ser suficiente para que nos confiemos a la honestidad de los propietarios de este establecimiento.

Si dos horas antes, mientras nos alejábamos camino del centro, comentamos que no debíamos habernos precipitado quedándonos en ese hotel, ahora, nada más volver, resulta que encontramos la habitación acogedora. Las paredes arrastran la pátina de un tiempo indefinido, el techo es excesivamente alto, cinco metros más arriba cuelga una débil lámpara que apenas es capaz de transformar la oscuridad en penumbra. Sin embargo hay algo que hace que nos sintamos a gusto, parece estar relacionado con las posibilidades fotográficas del lugar; pienso en mañana por la mañana, en las tomas que podré hacer, ese blanco y ese amarillo, un antiguo interruptor de la luz, el contraste con un moderno ventilador de pie, que parece un marciano en este entorno. Y además, lo más exótico y agradable del momento: una hamaca cruzando la habitación de parte a parte.


Esta primera hamaca en nuestro camino será la premonición de nuestro avance hacia el sur. Por la noche sacamos las tres guías que llevamos y empleamos un par de horas en buscar la ruta que habrá de conducirnos hasta Perú. Nuestra única incógnita, la posibilidad de atravesar por Colombia, se había desvanecido días antes cuando recibimos un correo con los pormenores de la situación política del país; no existían, además, las más mínimas posibilidades de atravesar por tierra ese laberinto entre Panamá y Colombia, que se llama Sierra de Darién. En compensación y dada la dificultad de llegar a Venezuela por otro medio que no fuera el aéreo, decidimos volar a Cuba, para desplazarnos desde allí a Caracas. En el mapa de Venezuela descubrimos una pequeña carretera al sudeste, que llega hasta Manaus. Desde allí seguiremos la ruta de Fitzcarraldo hasta Iquitos, algo más de una semana y media subidos en una hamaca: descansar, leer, mirar al río, asistir al rito diario del crepúsculo reflejado en el agua.