Panamá







Oigo a Couperin, leo a Pániker, el aire del ventilador baja con un zumbido regular hasta la cama donde escribo. A un sueño irresistible a las ocho de la noche ha seguido una fructífera lectura que busca entre línea y línea la afirmación, el matiz que venga a abonar la instancia de las propias creencias, a iluminar las intuiciones.

La tarde-noche se hace rincón de selva en donde revolotean las luciérnagas, algún personaje de Hombres de maíz remonta el espacio entre la realidad y la magia de un bosque de luminarias para alcanzar desde este espacio su lugar en la leyenda; tras él no hay nada, desapareció el viaje, el hotel, las calles plenas de resonancias, y sólo existen las voces y las páginas de un libro.

De golpe el libro me agarra por donde más puede, aunque lo interrumpe una cucaracha de color achocolatado y tres dedos de ancho, que se pasea como dueña del lugar por el suelo de la habitación; parece un gorrión inquieto, se da una vuelta y termina metiéndose debajo del armario. Salvador Pániker nunca podrá vivir la experiencia de esta compañía porque siempre se hospedó en hoteles de muchas estrellas. A Pániker no le habría venido mal bajar alguna vez de los cielos para encontrarse con la madre Tierra. Con toda seguridad su diario se habría enriquecido con ello. Hace algo más de una semana, en Guatemala (ahora que transcribo de mañana en un salón colectivo del hotel estas notas, se me planta a medio metro un ratón de ojos saltones y mirada curiosa... Mis recuerdos se fueron a Nueva Delhi donde en una habitación buhardilla con una simpática terraza, los ratones, que eran muchos, escalaban por nuestros macutos y nuestras botas y nos miraban como bichos de otro planeta; y no había manera de espantarlos, porque corrían medio metro y volvía a encaramarse al espectáculo de vernos leer en medio de una tarde calurosa. Pena que no podamos convivir en amistosa cercanía); en Guatemala, decía, sucumbí al instinto asesino de espachurrar discretamente a la primera cucaracha que me tropecé en el cuarto de baño; procuré que mis oídos permanecieran incólumes; con la papelera arrastre el cadáver, sin verlo, hasta un rincón. Media hora después volví al servicio y me encontré a tres más; entonces me puse a mirarlas, quise ser consciente del condicionamiento repulsivo con que nos acercamos a estos animalejos; desde mi trono de loza blanca me dediqué a observarlas; cuando permanecía quieto se acercaban a mis pies, movían sus largas antenas; nada por aquí, nada por allá, unos pasitos de ballet hasta situarse cerca del dedo gordo y volvían a pararse no sin antes echar una mirada atrás para comprobar que tenían el campo expedito en caso de peligro: el bote sifónico sin tapa, una ranura bajo el baño, un agujero en la pared. En días sucesivos me reconcilié con ellas. La última noche no las vi, las eché de menos. Siempre esperé inútilmente a que aquellas cucarachas echaran a volar, que es lo que sucedió en una ocasión en un hotel de Marrakech, cuando me despertó en mitad de la noche un sonido similar al que hacen las langostas cuando vuelan. Decía hace un rato —con tanto paréntesis uno pierde el hilo— que el libro me agarra precisamente allá donde estoy ahora mismo: “ninguna teoría tiene fundamento absoluto. O sea que uno escribe a tientas —piensa a tientas, añadiría yo—. Uno escribiendo trata de enterarse de lo que ya sabe”. Ergo, algo similar la lectura de esta tarde, la sensación de que leyendo uno se va enterando de lo que ya sabe.

La tarde comenzó con versos de Jaime Sabines, y lo que parecía ser un inevitable irse a la cama a recuperar sueño y a curar restos de agujetas se convirtió en lectura lúcida y en música de Chopin y Couperin. Y ahora me duelen los ojos. El cuerpo y la mente no se ponen de acuerdo y en consecuencia uno de ellos va a tener que ceder a favor del otro, así que apagaré la luz y dejaré a mis pensamientos vagando bajo el ventilador hasta que venga el sueño.




Tenemos que hablar del lenguaje. La idea se me acerca acompañada de la mano de Pániker. “El yo se construye a cada instante, de manera nueva. Lo que a veces más presiona es la necesidad de comunicación. El deseo permanente de comunicación precede al sexo. El sexo es lenguaje.” Y más: “Wittgenstein se refería a los hematomas que se producen en el entendimiento al tropezar con los límites del lenguaje. El lenguaje es la casa del ser, sentencia Heidegger” Y esto viene a cuento del convencimiento pleno de la necesidad de explorar los límites del lenguaje, el nuestro que es el que más importa, porque es obvio que estamos bajo mínimos cuando constantemente eludimos poner en palabras nuestro universo mental en forma adecuada. Cuando uno se encuentra formulaciones y análisis posibles, cuando en lo confuso se proyecta luz, es ineludible preguntarse por las razones de inaccesibilidad con que se nos muestran a nosotros, mortales también, el análisis, la clarificación de los asuntos.

Yo miro mi vocabulario, mis tics, y descubro siempre montones de quizases, de acasos, de términos relativos: a veces, probablemente. La inconsistencia de las ideas, no suficientemente trabadas, pensadas, tomadas así, coladas en nosotros sin apenas darnos cuenta, hacen estragos en nuestro lenguaje y engañan la supuesta seguridad que acompaña a nuestro ideario; de manera que lo que creemos pensar puede ser perfectamente un aire que vino, una negación que nos surgió, un panfleto que fabricamos para justificar a priori cualquier pensamiento o acción. ¿Sobre qué descansan nuestras ideas? ¿Y eso sobre lo que descansa, a su vez, en qué se apoya? Cuando se nos plantea algo para lo que no tenemos respuesta inmediata es fácil que echemos manos a cualquier cosa que ronde por allí al alcance de la mano. No tenemos tiempo, siempre hay cosas que hacer, uno no puede pararse porque corremos el peligro de quedarnos alelados en la esquina de la calle mientras el gentío se mueve incansablemente; y así nuestras “adquisiciones”, una tras otra a lo largo de los años, pueden ser pobres conjeturas precipitadas que no tuvieron tiempo para ser confirmadas, pero que van formando un espeso fondo sobre el que se acumulan otras “verdades”; exactamente como los corales, las verdades de abajo se volverán axiomas, se petrificarán y sobre ellas nacerán otras verdades improvisadas, y otras y otras.

Las mentes claras funcionan de otra manera, levantan su universo lingüístico de un modo más sólido e inteligente. Los hábitos del pensar y de expresar las ideas y los pensamientos obligan a una gimnasia mental temprana; también las intuiciones tienen mayores posibilidades de autenticidad, optan por una matrona más polivalente, la experiencia de la que nace es más rica.

¡Rehuímos el esfuerzo tantas veces! Pasmados ahí frente a la interpretación de la realidad, carentes de medios, al final los nosés como colofón de otro tren perdido. Es la historia de una parte de la humanidad, de una parte de nosotros que no encontró todavía la manera de hallar tiempo y ganas para expresarse a sí mismo y para interpretar la realidad inmediata. Hábitos pasivos que hay que intentar descartar, primero, para evitar esa clase de hematomas de que habla Wittgenstein y, después para poder llevar a término una buena comunicación con nosotros mismos y con los demás.





Más allá del sexo no hay nada

el sordo extravío de la soledad

el silencio.

Más allá estoy yo, mi nada anhelante

tensa

bañada de ti,

el frío viento doblando las cañas verdes de las gramíneas.