Mérida, Los Nevados

Mérida

Se acabaron los ventiladores y aparecieron las mantas. Seis de la mañana en Hotel Italia, donde no había habitación en una primera mirada al vernos a través de un reducido ventanillo, pero en donde sí había habitación, mejor pensado, a través ya de un espabilamiento más avanzado del encargado. Efectivamente hace fresco. En el bus, la misma historia de otras veces, aire acondicionado para ponerse jersey, que no tenemos; nos quitan la luz individual, oscuridad total, frío, once horas de viaje francamente desagradable precisamente por ser clase de lujo. El lujo se entiende así: frío porque fuera hace calor, servicio totalmente a oscura, televisión que no se ve con película empezada, con película que dejan sin terminar; la sensación de ir enlatado en la noche como borrego entre barrotes de hierro.

Los Nevados

Los Nevados: pueblito en los altos del valle que lleva al pico Bolívar y al Humboldt. La regresión de las nieves va desertizando las montañas; no son el tipo de picachos que la imaginación asigna a los cinco mil metros de altura, pero el paisaje es hermoso, adusto; grandes montañas que recuerdan el abrupto mundo del Tibet. Las laderas han dejado de cultivarse: dos, tres pueblos dispersos. La pista es estrecha y endiabladamente empinada, el estómago se sube a la garganta cuando el coche enfrenta algunas cuestas; en ocasiones se la ve discurrir como una línea imposible al otro lado de la montañas; las más de las veces es una trocha de la anchura del eje del coche.

El mundo, con todo lo ancho y grande que es, termina reduciéndose en relación con nuestra experiencia, siempre todo se parece a algo anterior, es más, menos, que cualquier otra cosa, otra tierra visitada anteriormente. Pero no importa, hoy, pese a todo tenemos la novedad de la altura, los caminos difíciles, un pueblito con su iglesia encalada y su torre piramidal. Y después de la comida una amena tertulia con Florencia, mujer abuela de palabra fácil llena de matices y de temas, que nos cuenta una larga historia de extranjeros (los primeros que aparecieron en el pueblo), extranjeros raptores de niñas que luego se transforman en dadivosos filántropos que sufragarán los gastos del periodo escolar de niñas de cinco seis años; historia que con sus incisos y suspenses: extranjero encariñado, niñas dejadas para ser sacadas de paseo por los alrededores del pueblo, noche que se echa que no devuelve en su silencio las llamadas alarmadas de la familia, Florencia misma describiéndose en llantos y en mesar de cabellos, para terminar la historia con el regreso del forastero y las niñas sin más (una simple demora hasta las once de la noche); y la referencia a los muchos regalos recibidos por las niñas y un cándido acostarlas el extranjero, y taparlas y arreglarles el embozo, para despedirse después y no volver más a dar razón de vida. Historia al final sin epílogo, porque nada más empezado éste entró un hijo y la abuela enmudeció sorprendida por la presencia de él; y así, enseguida, verse obligada a cambiar de tema sin más prolegómenos, sin explicaciones.

El pueblo entero es una posada. Los que no son posaderos son arrieros, aunque cabe la posibilidad de ser ambas cosas. No sé cómo no se dan cuenta de que nosotros somos gente de a pie, qué manía con que tenemos que subir al día siguiente en mulo. Cuando se les acaban los argumentos recurren al mal del páramo (que más al sur, en los Andes de Bolivia y Perú, llaman soroche: mal de altura por la disminución del oxígeno). Tenemos que disculparnos por querer prescindir de arriero y mulo para nuestra excursión del día siguiente; lo que no impedirá que a las cinco y media de la mañana, en medio de la oscuridad, nos encontremos dos arrieros tiritando de frío esperando todavía que cambiemos de opinión.

Habíamos partido del pueblo de Los Nevados con noche cerrada; mucho antes de que los gallos echaran a cantar ya íbamos camino de los cuatro mil trescientos metros del Alto de la Cruz. Noche de ligerísima luna con un Orión en mitad del cielo que más parecía, como consecuencia de nuestro cambio latitudinal, que estuviera echándose la siesta que yendo de caza. Era curioso ver en esta parte del hemisferio las constelaciones en poses tan desacostumbradas.

Primera parada a las tres horas, la segunda una hora más tarde; empezaba a notarse la altura, las laderas se habían llenado de los anunciados frailejones, planta de aspecto aterciopelado, con un ostentoso rosetón de pétalos amarillos; sus hojas lanceoladas, de un delicado verde platino, se elevaban como una gran flor de loto. Los frailejones trepando por la pendiente, sembrando las oscuras laderas con sus tonalidades afelpadas y algodonosas, sustituían aquí a la paja brava de los Andes Bolivianos que adornaban el páramo como si de pequeñas llamas se tratara. Junto a los frailejones vivía una hermana de la dafne acaulis del Pirineo y los Alpes, una pequeña flor muy olorosa con cuatro pétalos de un rojo intenso tirando a burdeos. Me paré, el bufido de los bronquios se remansó un tanto, contemplé el cielo que poco a poco se había ido tragando las cumbres de los alrededores. Al fondo se veían atravesar gruesas nubes sobre los collados, caían como olas hacia este lado sobre los valles altos de Los Nevados. Devoramos las extremidades de un pollo, estaba seco e inapetecible.

Después de una segunda parada comenzó a nevar, la temperatura descendía según íbamos ganando altura; el bufido de los pulmones se hacía más violento. Era bonito ese paisaje que se abría y cerraba con la niebla y que rayaba con su cortina de nieve el exuberante manto vegetal de la alta montaña. El paso era necesariamente muy lento; en lo alto, todavía lejos, una cruz marcaba el punto más elevado de nuestra ascensión de hoy; su silueta se fue acercando poco a poco. El cuerpo me pedía descanso pero me impuse llegar allá arriba sin volver a pararme; Victoria era un punto pequeño unos cientos de metros más abajo. De entre el cansancio y los copos de nieve surgió entonces una pequeña certeza, la de concentrar toda mi atención en lo que sucedía en mi cuerpo entero; hacía rato que mis pensamientos rondaban en torno a la idea de intensificar la vivencia del presente. El concepto parecía tener más posibilidades según transcurrían el tiempo. Me agradaba ahondar en ella, me esforzaba por convertirla en una forma de vida más allá de la enunciación de un concepto. Aplicaba algo del andamio teórico a esa lucha por respirar y por mantener un esfuerzo continuo; contemplaba los músculos de mis piernas, intentaba ver cómo estaban trabajando; observaba mis bronquios; miraba al paisaje, y desde dentro de mi cansancio, me sentía feliz como un niño. Las sensaciones de peligro se van desvaneciendo con la experiencia, uno entra en comunión con los elementos, con la naturaleza plena de estas alturas, consigo mismo, con su presente, como quien descubriera en el paisaje cotidiano un crepúsculo imprevistamente bello... No existía nada en el mundo que tuviera verdadera importancia en esos momentos; los ojos sorbían las circunstancias excepcionales de esta proa andina en donde nos encontrábamos ¾y que tenía su larga popa en Tierra del Fuego¾ y, aunque nevaba y hacía frío, había consuelo para todo, me puse unos calcetines de guantes, que no tenía, y me las apañé para sacar la cámara sin que se mojara -imposible perder la oportunidad de fotografiar lo inmediato, los frailejones, la niebla, los troncos de rojo fuego de unos árboles desconocidos¾. Exhausto, hice tiempo en el collado esperando a Victoria que también luchaba para hacer llegar suficiente oxígeno a su pecho. La vi aparecer como un fantasma amarillo en la horca del collado. Nos sentamos, la hago partícipe de ese presente continuo de que estoy lleno esta mañana, y ella asiente con una sonrisa. Por un rato descendemos bajo la nevada trenzando y destrenzando esta idea del presente que teníamos que aprender a vivir, que tan sustancial nos parecía a veces y que en tantas ocasiones habíamos sobrevolado vaciándolo de significado por el hecho de nombrarlo en exceso asociado a bagatelas, cuando no a esa necesidad de huir de la angustia del tiempo.

¡Qué hermosa es la montaña! ¡Cuántos caminos habíamos recorridos juntos ya esta mujer y yo! Hoy, mientras charlamos descendiendo el collado en medio de esta nieve amiga, el pico Bolívar insinuándose a nuestra derecha, sentí muy fuerte contra mis entrañas el calor de los hombres y las mujeres que llamamos familia, amigos, amante. ¡Qué poder el de los elementos, el esfuerzo, el cansancio!

Había que seguir bajando; vi asomarse dos lagunas a mis pies por encima de unas flores azules sobre las que se alzaba la llama blanca de los frailejones. Nos esperaban tres mil metros de desnivel para llegar a nuestro destino. Dejó de nevar, nos cruzamos con unos arrieros, charlamos. El pollo volvió a hacer acto de presencia; queso, jamón york, una manzana. Si encontramos un lugar apropiado más abajo haremos el descenso en dos días, no hay prisas, quizás las nubes se levanten y podamos contemplar los picos Humboldt y Bolívar. A mitad de camino nos tropezamos con la casa de Pedro Peña, el nieto del primer escalador del Bolívar. Nos habían hablado del lugar y tuvimos la idea de que podríamos pegar la hebra durante un buen rato, pero... el hombre joven que era el tan Pedro Peña resultó excesivamente tímido, no respondía a ninguna de nuestras bromas, esa especie de compadrazgo que tan bien funciona en los lugares poco habitados y que invita a la gente a rajar y a sentirse más cerca. Ese hombre dice cosas como que allí siempre hacía frío, que no era un lugar agradable. Nos ofreció té, pero su actitud y su manera de hablar como un adolescente con la mano frente a la boca, lo que hacía ininteligibles sus palabras, nos decidieron a marcharnos. Quedaban tres horas de descenso por un bosque encantado que se transformaba continuamente según íbamos perdiendo altura; el camino, desagüe natural muy apropiado, se convertía más abajo en un jeroglífico de cárcavas que en algún momento tuvimos que escalar. La vegetación, exuberante en todo momento, cubría las cárcavas y el camino hasta transformarlo en un difícil jeroglífico.

Llegamos al valle al final de la tarde; el pueblo estaba en fiestas, pueblo con cerveza, pueblo con buseta que nos llevaría entrada la noche a nuestro hotel. Una, dos, tres, cuatro cervezas con el culo en tierra firme era una justa recompensa para el final de una caminata de doce horas.