Entre San Fernando de Apure y Ayacucho

Se perdieron dos párrafos en la entrada de ayer, que necesariamente debo incluir ahora aquí para que se comprenda el entorno vital que en aquellas jornadas mi ánimo recorría; ambos párrafos procedían a la hora del aire acondicionado en donde atribuía a Santa Teresa una feliz capacidad orgásmica encubierta bajo su exultante halo místico. Estos eran:

Recé esta mañana. Recuerdo una crónica que escribí un día en Arimsar -magnífica ciudad presidida por el Golden Temple de los sirks- cierta mañana de esplendor liviano en que nuestras fuerzas se aglutinaban todas a una, frente al altar de nuestra propia esencia, nuestro sexo mediático merodeando el espacio del ser primero, ese punto más allá del cual no se puede dar un paso más porque nuestro sistema nervioso se quebraría en mil pedazos como un espejo roto. Entonces escribí que la primera tarea del día de todo hombre debería ser rezar frente al altar de un cuerpo de mujer.

Me desperté pensando en los resuellos nocturnos de ayer que yo no oí, que me contó Victoria, que parecen excitar en este continente latinoamericano siempre desde el fondo de la médula para convulsionar poco a poco todo el ser como si esos momentos constituyeran el núcleo primordial de la vida. Así de visionaria se presentó la mañana en esta tierra de grandes ríos. Perseguir las esencias de lo que mueve la vida. Nunca hasta este viaje los rutilantes sonidos nocturnos llegaron a mis oídos con tanta fuerza, este año los ayes parecen surgidos del fondo de la tierra susurrando: ahí está la razón de todas las cosas, el grito de la penetración más allá del cuerpo, con dolor irresistible, el encuentro con uno mismo en el cuerpo del otro.

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San Fernando de Apure

Hoy hablamos largamente después de la comida con una rara profundidad que vino como surgida de la ola de calor que recorría la calle, a la que un corte en la energía eléctrica había dejado sin música ni refrigeración; cosa no del todo sin importancia para las temperaturas de esta región y para el modo de ser de las calles de esta ciudad que a cualquier hora del día están inundadas por las muchas músicas que acompañan el bullicio de las calles. Hoy parecía como si la calle anduviera triste, envuelta en un silencioso sopor de siesta. Habíamos comido a la sombra de un porche y degustábamos un café muy cargado. El tema: la constatación de que el cuerpo se expresa siguiendo la línea neural que la necesidad de la reproducción y supervivencia inoculó en nuestro organismo en complejos registros de comportamiento. Interpretar la vida como constatación de un proceso que tiende a un mejor equilibrio ecobiológico; sí, posiblemente una obviedad. Las tensiones reconducidas por un mayor grado de civilización, pero que siguen expresando aspectos básicos del hombre que desarrolló mecanismos poderosos para sobrevivir y reproducirse. La violencia en la base de la necesidad de alimentarse, defenderse, obtener poder sobre el otro; la tensión sexual nutriendo al organismo con fortísimas drogas que invaden nuestro sistema nervioso desde la hipófisis convirtiendo nuestro cuerpo y nuestra mente en un arrebato de delirio y amor.

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El día posterior, en la estación de autobuses, nos aborda un viejo que derrocha alegría de vivir. Acababa de salir de la cárcel en San Fernando de Apure, era colombiano, se comía una sopa caliente en la mesa anexa a la nuestra. Su expresión era radiante, viva, sus ojos brillaban de agradecimiento a su comandante, el hombre que había entrado en una celda de sesenta hombres y, por encima de las cabezas de los otros presos se había dirigido a aquel viejo del fondo señalando con el brazo en alto uno de los rincones de la celda. ¿Por qué está ese hombre ahí?, había preguntado. Por indocumentado, respondió el guardia que atendía la celda. Ese anciano no tiene que estar ahí, es muy mayor; a ver, salga usted, había dicho.

El viejo hablaba del funcionario como si fuera su padre. Mientras contaba dejaba entrever una dentadura en donde faltaban varias piezas frontales. Estaba contento con sus dos mil bolívares (unas doscientas veinte pesetas) que le habían dado al salir de la cárcel, agradablemente satisfecho frente a su sopa, por el hecho de estar allí sentado bajo el cielo de la calle libre. Los zapatos se los había regalado un guardia, pero había olvidado el cinturón; bueno un mal menor, qué le vamos a hacer, decían sus ojos parlanchines llenos de la alegría de haber dejado atrás el antro de la celda.

Dos meses en presidio. ¿Y sus cuatro hijos, los que están en Venezuela?, le pregunté. Nada, no sé, creerán que estoy en casa de la hermana. ¡Qué simple era la vida! Doscientas pesetas en los bolsillos, unos pantalones, una camisa a cuadros y el aire de la calle para pasearse, eso era todo lo que necesitaba este hombre para ser feliz en una calurosa mañana de septiembre.

Daba pena dejar aquella alegría de viejo sentada junto a la mesa del restaurante para atravesar el calor neto y duro que flotaba fuera del chorro de aire de los ventiladores. La imagen del anciano quedó difuminada por el trabajo de acomodarnos al calor, a la apretura de los pasajeros, al ruido de los motores envueltos en el pestazo del olor a gasoil. Después nos tomamos un refresco de toronja y nos quedamos mirando beatíficamente al personal que transitaba por los andenes entre los buses.

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Entre San Fernando de Apure y Puerto Ayacucho.

Los últimos asientos del bus vibran y traquetean en medio de una estrecha carretera que cruza el sur de Los Llanos camino del Orinoco. Atravesamos continuamente pequeñas superficies de agua, algún río, hace un calor del carajo. Íbamos a Caicara, a mitad de camino entre Ayacucho y Ciudad Bolivar pero no hay medios de transporte, entendimos mal ayer. Recomponemos nuestro itinerario: algo así como ir de Madrid a Salamanca pasando por Gerona. Nuestro destino pues: Puerto Ayacucho, la última avanzada en el interior de la selva amazónica; después sólo existen pequeños aviones que unen algunos pueblos de la selva.

El cielo está cubierto, tengo a mi lado a tres mocitas de seis o siete años que no quitan ojo de la pantalla, sorprendidas por la novedad de la aparición del portátil. Hace un calor espeso.

Pienso en lo bien que nos puede ir si nos tomamos nuestra relación de una manera “científica”, es decir, contando con que esa obediencia a lo que quiere el cuerpo, al modo específico de ser sin ataduras de nuestro experimentado y milenario cerebro. ¡Hay tantas cosas que explorar y experimentar...! (parada, en esta parte del país se acabaron los puentes, quedan las barcazas de los ferries para cruzar los ríos, enormes y calmosos como una docena de Ebros juntos) Hablaba ayer Pániker de la convivencia bien temperada, decía que el sexo como costumbre es un acto degradado y añadía que se le antojaba suicida la norma de que las parejas durmieran sistemáticamente en una misma cama. Terminaba la faena citando a Kundera que sentenciaba que hacer el amor con una mujer y dormir con una mujer son dos pasiones contradictorias. Ideas que hacen referencia a esa parte del comportamiento que debe estar ojo avizor a las posibilidades de la novedad, de la demora, de la combinación de los ritmos diferentes (chorreras de sudor en mitad del río, un calor pegajoso y húmedo del que es imposible zafarse).

Llueve, hay que cerrar las ventanillas del bus, la temperatura se dispara. Nueva parada, el Orinoco, río legendario, corta la carretera bruscamente. Deja de llover. Más allá de la orilla opuesta, a lo lejos, se ven alzarse algunas colinas y una masa de cumulonimbos deja flotar sus rizos claros en las aguas pacíficas del río. Junto a la orilla suenan las rancheras que salen de un chiringuito dando una pincelada de color a la espera del ferry de turno. La inmensidad del agua, fluyendo con calmosa lentitud, transmite un nosequé de sosiego en este ambiente húmedo en donde el tiempo parece fluir al ralentí. Mundo de agua, chocolate y calor flotándole encima las nubes a la aguada del trópico.

El tiempo pasa por el viajero como si éste fuera deslizándose en una balsa y el aquél lo compusiera la línea verde de la orilla, siempre la misma día y noche, los árboles, la ondulación leve del agua.

¡Hele la música!. Ya me estaba extrañando que el cubículo del bus no viniera lleno de los ritmos tropicales que acompañan el viaje desde nuestra entrada en Venezuela. “¿Hasta cuando me vas a tener así? ¿o es que acaso no te gustan los negros como yo? / Tu me lo pides, pero yo no puedo regalarte esa cosita. Mira negrito, no te me pongas así, tu sabes que esta cosita es para ti; tu me lo pides: dámelo ahorita y yo te digo échate una aguantaíca” Las mil y unas canciones que oímos durante todo el verano hablan siempre de las mismas cosas “tu eres mi luna, tu eres mi sol”. Uno metido en buses así llega a sentirse como en casa, el buenhumorado de turno, los niños, la actitud distendida, el aire entrando a raudales por las ventanillas, y horas y horas cruzando campos y ríos; y el que no importe que un viaje que iba a ser de cuatro horas se conviertan en dieciséis o veinte, o que tengamos que hacer noche en otros lugares, o que incluso decidamos quedarnos días en esta parte del país para meter las narices por los caminos que siguió Humboldt hace doscientos años.

El planeta Tierra es mi patria, que decía el motero español con quien coincidimos en Panamá City; y yo soy el tiempo que pasa, que me contó Victoria que decía Sabines. Íntima compenetración entre el espacio, el tiempo y mi persona. Las fronteras se disolvieron y nuestro cometido es caminar cara al viento y conocer cómo es el más allá, el siguiente pueblo, las aguas del próximo río, la mirada de la gente, los rincones de la selva. La sensación de quien viste ropas holgadas a las que el uso han dado una cierta calidad que hace que ellas y yo se confundan como parte de la misma cosa.

Suena, confundido con la ventolera del bus, la voz de una mujer: “Al hombre hay que darle amor pa que quede complacido, acurrucarle en los brazos como si fuera un niño...”