Ciudad de Méjico


Las voces se habían ido extinguiendo y el silencio se fue acoplando a la oscuridad neta de la habitación —una cama, dos armarios, una mesilla de noche, dos macutos junto a una silla—. Unos pasos se perdieron a lo largo del corredor. Después quedé profundamente dormido, como abrazado al cansancio, relegado a la suerte de mi propia inconsciencia. Me despertaron los vagidos de una mujer, el estremecimiento de la carne temblaba en el silencio de la noche. Era hermoso.
Llueve, el cielo se puso de un bello color cobrizo. Nos pertrechamos para pasar la tarde hasta la hora del concierto —madrigales de Monteverdi—.

Inclinado sobre la vida como Saturno sobre sus hijos,
recorres con fija mirada amorosa
los surcos calcinados que dejan el semen, la sangre y la lava.
Los cuerpos, frente a frente como astros feroces,
están hechos de la misma sustancia de los soles.
Lo que llamamos amor o muerte, libertad o destino,
¿no se llama catástrofe, no se llama hecatombe?

Leo a Octavio Paz con la disposición de quien busca luz en la espesura. A veces me quedo parado frente a unos versos, no acierto a saber por qué, pero ahí estoy, intentando averiguar por qué las palabras se apoderan de mí. Saturno, surcos, sangre, lava, cuerpos. Y junto a ellas ese te quiero, mi amor, salido de las entrañas de esta madrugada anterior en mitad del silencio y la oscuridad. Y el Cristo efebo y estilizado de Rodríguez Lozano en el Museo de Bellas Artes. Y una mujer al otro lado del océano sugiriéndome unos pocos versos.

Me gusta tocar
me gustan los cuerpos,
y lo que hacen los cuerpos
y saber que ellos y ellas quieren no otra cosa
que cuerpos, que besos.




Desde la ventanilla del avión no es difícil acercarse a la fragilidad del ser humano; frágiles y limitados. Nos queda la armonía de lo que nos toca vivir. Ojear las gamas de los colores, estar atentos a los ritmos, probar la hermandad de las tonalidades, buscar la emoción entre los acontecimientos que nos trae la vida.
Las diez de la noche. Inicio de un viaje que por la mañana pronto fue distanciamiento respecto a lo que me rodeaba, un poco de tristeza, algo de nervios, que, según transcurría el día pasó por los rudimentos de una reflexión general sobre el rumbo último de la vida, la apertura a otras realidades como consecuencia del nuevo paisaje que se abría, la lectura emotiva de Octavio Paz, la alternancia de las comidas, Los años de Laura Díaz, de Carlos Fuentes, el sueño inevitable de once horas de vuelo.

Ciudad de Méjico


El camino de la perfección. Estaba sentado haciendo yoga frente a la ventana y me asaltó este pensamiento: el camino de la perfección personal (un modo de decir, claro). Somos imperfectos, en nuestro barco se abren vías de agua, y así andamos. Recuerdo que una idea similar me vino con fuerza en Teherán unos años atrás. Es como si algo dentro de uno llamara periódicamente a practicar un tipo de verdad conveniente al organismo. Ser mejores, estar en sintonía con lo que te rodea, no engañarte, ser verdad en ti mismo.

Ser verdad en ti mismo. Una idea interesante.

El camino de la perfección, no ese en que tanto empeño ponían los curas cuando nos empujaban a leer el Kempis, no. Cuando pienso en esas palabras parece mejor que me acercara a un concepto que lindara con la idea de agradarse a uno mismo; perfección es un concepto ético de dudosa filiación, como una parte importante de todo lo ético; habría que andar sobre él de puntillas. Agradarse a uno mismo sí me parece ya algo sólido sobre lo que levantar otros ladrillos.


Museo de Arte Moderno.

Pasear frente a los cuadros puede ser como pasear por el país y por la intimidad de sus habitantes.

La castidad rasgada. Conceptos, organización de la naturaleza, referencias después enfatizadas. La cueva del Minotauro, el bosque encantado. La moral organizada a partir de la naturaleza, a partir de un principio indiferenciado.

Anhelo y penitencia. ¿Cuáles son las tripas del anhelo? El anhelo, que se asoma a las almas que habita, según su fortaleza, las circunstancias que vivió y creó el individuo. El anhelo se yergue y se hace fértil cuando la esperanza está viva y ondea fértil en el horizonte.

Hombre reclinado, Javier Merino. El orgullo del pene, la conciencia de la virilidad, la conformación del cuerpo: estar vestido del cuerpo. Ser pene, ser árbol, cuerpo, barro, desgarro, mirada inquisitiva.

No te podré mirar a los ojos porque tendré tu cuerpo delante, las puertas, el misterio, el anhelo infinito de tocarte.

Visita inesperada. Remedios Varo, que explicaba momentos antes de su muerte el mecanismo del infarto que sufrió. “¿Habrá conquistado la gran sabiduría de ver la muerte sin miedo?”

Angel Zárraga. San Sebastián, La dádiva. La dádiva. Los viejos, la decrepitud frente al misterio de la vida, la insinuación de lo profundo, del ser. Ese pene que buscaba hoy, recostado, tranquilo, transmutable en pasión y gemido.

Agustín Ocampo. Desesperación. Escultura de mujer postrada sobre la tierra de rodillas. Contraponer esta figura a la de del hombre de barro.

Insistentemente: la figura femenina desnuda, la fuerza que nos lleva a ella como expresión del comienzo de un misterio. La desnudez, la emoción de lo bello. ¿Qué hay en esa desnudez que llega a nosotros como canto de sirena, inefable, indecible?





Teotihuacan, Taxco



Teotihuacan

Excursión a Teotihuacan. Nos sorprendió la tormenta descendiendo de la Pirámide del Sol. Las paredes de la pirámide se convirtieron en una cascada que encauzaba el agua por los corredores convirtiéndolos en río. La parafernalia de los truenos hacía retumbar la entera Ciudadela. El conjunto monumental, que aparecía anodino momentos antes desde la cumbre bañado por una luz plana impersonal, se llenó de resonancias de luces y de cosa extraordinaria. Protegidos bajo dos paraguas contemplamos cómo la tromba de agua se derramaba como un ancho arroyo sobre la explanada central. Con mucho trabajo logramos sacar la máquina; indios y vendedores desprevenidos aguantaban el temporal junto a los sus cestos de souvenirs; la mayoría de los turistas corrían estoicamente bajo la lluvia torrencial, desprovistos de la necesidad de guarecerse de la lluvia porque ellos mismos eran ya un puro charco. Los colores, el enorme lago formado, los sombreros de paja iluminados de lluvia se convirtieron por arte de birlibirloque en materia fotografiable: sombreros, rostros, charcos, el amarillo real de los plásticos que protegían las imágenes de obsidiana... Las lluvias de la tarde a veces traen estos milagros.



Ciudad de Méjico

Una novela bien escrita eleva las razones de la vida y de los hechos a una categoría “superior”, tinta los actos de una nobleza (en su sentido de razón más consistente, más profunda. Nobleza en su acepción estética, no ética) y de un sentido que para sí quisiera la vida cotidiana. Todo allí parece atado y bien atado, todo tiene significado relevante, sea para bien o para mal. Cuando uno observa el decurso de la propia historia, fragmentos de ella quiero decir, quisiera elevarlos a estas instancias también, imagina que efectivamente la historia diaria debe tener una explicación, una concatenación, una profundidad que raramente el individuo llega siquiera a sopesar. O el novelista extrapola —que no creo— y nosotros podemos imaginar que nuestras vidas son menos interesantes, mucho más prosaicas; o, por el contrario, lo que sucede en que nosotros no sabemos (yo no sé) hincarle el diente a nuestra propia historia y trivializamos en torno a ella, farfullando pensamientos chicos y análisis que con frecuencia percibo cercanos a lo trivial.

Respecto a lo que me interesa, las razones de mis personajes (y en este caso no se trata de personajes de novela sino tú, yo, mis hijos, la gente que conozco) son primordiales, pero cuando me acerco a ellas, intentándole ver por dentro desde cerca me parece que carecieran de la gracia pasional, emocional que debería vestir una narración; intuyo que parte importante del contenido de sus almas se me pierde por el camino.

Estoy en una especie de patio en un cuarto piso con una bóveda cubierta por placas de metacrilato. Hace rato volvió a desplomarse el cielo sobre la ciudad y el techo parecía que se hundía. Quince o veinte minutos capaces de cargarse el inmueble como se descuiden. En poco tiempo esto se llenó de chorritos de agua que salían no de las placas transparentes del metacrilato sino del mismísimo techo. El ruido era tal de no poder oír otra cosa que no fuera la tromba de agua sobre la cabeza. En este escenario leía. Me he habituado a este espacio apenas visitado y a él me vengo a escribir mientras hay luz. Se oyen las voces de los clientes del hotel pero no me molestan. Yo, tan pejigueras para los ruidos nocturnos, llego a dormir toda la noche muy dentro del ruido que sube como por una chimenea hasta los ventanales de nuestro balcón.



Taxco

Un tropel de pajarillos se nos cuela por la ventana. Dos camas, tres vigas de color azul cielo, paredes enjalbegadas, una silla de enea y una mesilla, es todo. Miro las vigas mientras Victoria, desde la otra cama, me lee el cuento que me envió Marisa,; su voz se confunde con la de los pájaros.

El otro día, en un museo, en una sala de carácter didáctico se mostraba una pintura de Diego Rivera y, después, para enseñar distintos aspectos, composición, color, puntos de atención, etc., había un dispositivo que deslizaba sobre el cuadro un lienzo transparente en donde se resaltaban algunos aspectos relevantes de la pintura que un neófito no podía ver. Era como ir descubriendo el alma, las distintas almas del cuadro, mostrando en transparencia sus características más notables. Al final se obtenía una visión de conjunto que nos acercaba a una mayor comprensión del mismo. Algo así debe suceder con la percepción que tenemos de los otros.

Puebla

“Y sin misterio nuestro amor carecería de interés” Los años con Laura Díaz, Carlos Fuentes.

Un misterio los otros; misterio al que no conviene visitar en su profundidad. Conocer excesivamente al otro debilita la tensión de atracción que el otro nos suscita.

O quizás vivir el engaño de ese supuesto misterio, porque en rodearlo y en indagarlo está esa parte del otro que nos cautivará; y porque incluso no habiendo misterio no por ello dejará de existir el juego lúdico e inteligente de ejercitar nuestras facultades y de crear el esplendor de una concatenación de tensiones que sólo tendrán su existencia si creemos en él. Lo que suceda entre el movimiento del primer peón y la complejidad de la partida avanzada será patrimonio único del jugador. El misterio desvelado, la defenestración del rey, sólo tiene el interés anecdótico de la suerte echada.

Pero nosotros, hombres prácticos, queremos hechos tangibles, misterios desvelados... ¡pobres!

Y sin embargo el amor se nutre de una importante dosis de misterio. Lo testimonia Carlos Fuentes mientras nuestro autobús se dirige hacia el sur con destino a Puebla.

Es un buen tema ¿no te parece?, le escribía yo en aquellos días a mi ex-novia, cuando tú preguntas ¿qué es lo que hace que uno nos fijemos en otro?, dejas siempre al interlocutor en un aprieto. Algo así como si en el hecho de querer nombrar las cosas, sus razones de ser, ellas mismas perdieran algo de misterio, ese gusto que tienen las personas, su historia por vivir en la ambigüedad, en lo no definido. No, no parece que sea bueno, ni posible, enamorarse de alguien sobre la base de un conocimiento pleno. El misterio, nuestros yoes desplegados lentamente sobre el tapiz del tiempo, nuestros yoes que somos hoy y los que seremos mañana, pasado mañana, deberían ir alimentando la curiosidad del otro a pequeños sorbos, bebidos como el buen vino, sin permitir que la botella se acabe nunca. Eso que asegura Laura Díaz en el comienzo de la entrada de hoy: “sin misterio nuestro amor carecería de interés”.

Cinco horas y media de autobús, el gusto de viajar: dormir, leer, pensar, mirar el paisaje.

Y leo: “Era imposible atribuirle misterio alguno a este “lagartijo” pasado de moda, modificado y banal...”

Y más adelante, cuando Laura impone una severa distancia entre ellos, ella dice: “—¿No entiendes? No quise que nuestra relación se enfriase en la costumbre... no quise que la poesía se convirtiese en prosa”

Puebla tiene un cierto aire a Florencia, sobre todo en esta tarde de nubes a la aguada que rondan el cielo jugando con las cúpulas neoclásicas de dos iglesias que sobresalen por encima de las azoteas.

Victoria habla del Comandante Marcos, de Chiapas, de literatura, una entrevista que deriva hoy hacia el Juan de Mairena, de Machado. Guardo algunos recuerdos de las lecciones de Mairena. Estoy deseando leer su librito, nos lo intercambiaremos, yo le daré a cambio a Carlos Fuentes. Nos acercamos a Chiapas y puede ser una buena lectura para entrar en situación. El camino enseña, el viajar abre los poros de la piel para que penetre el aire del mundo y dejemos de ser unos peludos chovinistas.

Es una bella ciudad ésta. Hemos encontrado un trajín cultural inesperado. Esta mañana una sesión de bailes regionales y otra de un cantautor local. El lunes nos vamos a Cholula, una excursión de un día. Una enorme pirámide que sigue en altura a la de Keops. Una visita obligada.




Paseo por Cholula y labor de fotógrafo, fondos de vieja mampostería que me recordaron las encantadoras callejuelas de Benarés. Una verja de hierro, una escalera, pero... le faltaba algo al escenario; me di una vuelta, localicé a un niño moreno que venía ni al pelo, dudé, pero al final me decidí, les pedí el favor a los padres y ahora sí, ahora el cuadro quedaba completo, el niño se columpiaba en los barrotes de hierro frente a una gama tonal de las ciudades de la India. Son exquisitamente amables estos mejicanos.

Cholula y el Capitán Trueno

Tengo una amiga que es reacia a esto de los blogs, valga decir a compartir con quien se sienta dispuesto ese trozo entrañable de vida que a veces nuestro ánimo nos empuja a poner en palabras.

Por aquellos días de viaje, camino a Oaxaca, recibí una larga carta suya que hoy me animo a en reproducir en parte. El otro día decía aquí mismo que una novela bien escrita eleva las razones de la vida y de los hechos a una categoría “superior”; en realidad lo que que estaba en mi ánimo cuando escribí aquello, era la idea de que la escritura, recogiendo fragmentos de vida y recreándolos, lo que hace es profundizar y tratar de encontrarle al hecho vital una densidad que muchas veces se pierde en el apresuramiento de nuestra vida cotidiana. La escritura rescata y pone ante nuestros ojos preciados instantes que de lo contrario se perderían en la sucesión continuada de los acontecimientos diarios. Así me sucedió hoy a mí, que queriendo reproducir someramente las impresiones de un largo viaje por América y repasando aquí y allá mis apuntes, me encontré con las líneas ya casi desvanecidas de su carta de entonces. Aquello también era parte importante de mi viaje. Yo hubiera preferido encontrarme con mucha de su escritura en algún blog, que con seguridad sería un recreo para los aficionados a la lectura, pero dado que eso no es posible, me permito incluir aquí alguna de sus anotaciones, que por otra parte dan continuidad a mis propias reflexiones:

“El Capitán Trueno duerme en mi regazo con un total abandono. De vez en cuando estira las manitas y deja al descubierto cinco garritas blancas, lo único blanco que tiene en todo su cuerpo, si exceptuamos la barriguilla casi lampiña. Domingo por la tarde. Todos duermen en casa. Releo tus últimas cartas y reflexiono sobre ese tema que suscitaste el otro día, la soledad, esa soledad que todos tenemos como compañera ineludible y que vamos intentando mitigar aferrándonos a los otros. Desde que os fuisteis, yo convivo con ella, ha sido como un reencuentro. Me gusta esta soledad mía que me hace fuerte, que me está ayudando a descubrirme. La soledad es un bien que hay que saber apreciar, porque lo normal es que oigas hablar de ella en sentido negativo y con temor; tal vez tenga algo que ver con eso que hemos hablado alguna vez sobre lo mal que se prepara a los niños para la vida, por lo que formamos seres incompletos como nosotros mismos.

El Capitán Trueno es un gato prematuro, un luchador en toda regla superviviente de una camada que nació muerta. No se dice que no a lo que te dan con tan buena intención y mi hijo era todo ternura con un cuerpecillo que cabía en la palma de su mano, mientras me decía que me lo regalaba para que sustituyera al Fusi. El Capitán Trueno se mete en el cuenco de la comida, extiende sus patitas, afila las uñas y tiene a raya hasta al Chiquitín, que le mira como dudando si semejante gruñido de amenaza sale de ese ser tan diminuto que hay que encerrarlo para que no muera de un pisotón. El Capitán Trueno es un juguetón incansable y se dispara detrás de cualquier cosa que se mueva. Encuentra un hueso de cereza y se pierde por el pasillo con su balón, que protege de los demás con su descomunal gruñido, por lo que deduzco que el Capi, que es como se le llama por aquí, se lleva muy bien con su soledad y se lo pasa superior siendo su propio amigo. También me da que pensar, viendo sus juegos y los regates del Chiquitín para quitarle el hueso de cereza, si no serán los gatos los inventores del fútbol :).”




Oaxaca

(Sobre una escultura de Javier Marino)

Hueco, vaciado de sí mismo
misterio de carne
tumbado perezoso en la penumbra,
cuerpo de tierra.
Lo vi allá, dormido,
recostado entre las piernas desnudas
de ese hombre de barro,
lo vi y la mirada se me llenó de ternura,
ajeno, dócil, suave,
niño grande
vistiendo el cuerpo,
descansada indolente virilidad
dios menor,
pelambrera, musgo moreno
entre los muslos,
árbol, pene, cuerpo, barro.
Esplendor de un cuerpo
ensartado de alambre
que una mañana descubrí,
magnífica virilidad,
dormida entre los lienzos
de Remedios Varo.




San Cristóbal de las Casas (Chiapas), Chamula



Pese a la postración de una mañana de pereza, mi yo flota ahora en la alfombra del Melquiades más allá de la ventana jugando con las nubes bajas del pico que íbamos a subir esta madrugada, se restriega el lomo contra la almohada, es ya una entidad dispuesta a encontrarse con la mañana. Sólo le falta despabilar los músculos, estirarlos, abrir los canales de la respiración, airear el cerebro.

A media mañana, después de unas brumosas horas de incertidumbre, ya casi todo empieza a estar en orden. Y así, con el cuerpo tonificado por el agua, por mi viaje aéreo matinal sobre la ciudad de Oaxaca y su montaña, nos vamos al Zócalo y torcemos a mano derecha y entramos en un local en donde dos decenas de máquinas son capaces de ponernos en contacto con otras realidades al otro lado del océano. Y en pocos instantes éstas nos dejan sobre la mesa las palabras que vienen del desierto por donde anda nuestro hijo menor, el aire fresco de la lejanía de la casa, la distancia de una mujer, el calor de los otros. Y sube rebosante hasta mí el deseo. El deseo que habrá de acompañar mi libertad, que no la dejará obsoleta y falta de sentido en mitad del camino. Y ahora todo es mucho menos plano que esta mañana porque las fuerza que llevamos dentro y el aire desde el otro continente han modificado mi punto de vista y ahora, de nuevo, mi libertad tiene de qué nutrirse.

Y recuerdo el último correo de mi hijo mayor, Guille, esa demanda suya por saber de las pequeñas cosas de todos los días, y pienso que efectivamente que estamos en las pequeñas cosas: los deseos satisfechos; el cuerpo flexible, para, como decía el otro día Marisa, citando a Musil (“Una hora al día es la duodécima parte de la vida consciente y basta para mantener un cuerpo entrenado en las condiciones físicas de una pantera dispuesta a cualquier aventura”), disponerlo a cualquier aventura; las noticias de casa; el ver cómo las lecturas, la realidad, cuestionan día a día nuestro punto de vista, nos hace solidarios, nos recrimina; hablar del ostracismo que nos impone a veces la calle como fruto de nuestra timidez; el escuchar cómo nos cantan por dentro los gorriones a alguna hora del día. ¿O no son esas pequeñas cosas a las que se refería mi hijo? A mí me gustan en especial esos pequeños detalles; cuando alguna princesa está triste no hay príncipe que se moleste por los asuntos de la corte; de alegrías y tristezas viene a ser el cuento que todos vivimos..

Y de aquí podría saltar a cualquier parte del universo, porque la mañana se levantó así y de esa manera continúa. Amanecer tras los cristales empañados de un autobús que volteaba a los pasajeros de un lado a otro del asiento por tortuosas carreteras de montaña, es una experiencia que notifica la epidermis y transmite buena cantidad de estímulos a alguna parte de nuestra masa encefálica.

Estamos en el medio de esa brecha en que la brutal injusticia de un capitalismo salvaje relega a los indígenas a una condición de indigencia y abandono sin salida. El movimiento zapatista es hoy una antorcha para el mundo entero, aglutina a intelectuales, jóvenes, gente comprometida en todo el mundo, en un momento en que parece que ya no tuviéramos otra guerra que ganar que la de un salario suficiente para alimentar todas nuestras apetencias.

Estoy absorbido por la lectura de Marcos: el señor de los espejos, de Vázquez Montalbán, un estudio sobre el movimiento indígena de la selva Lacandona, a la vez que un alegato sobre la necesidad de resucitar un discurso de izquierda con un lenguaje nuevo. Los de la oficina de información al turismo nos han querido meter el susto en el cuerpo: la zona zapatista de todo el valle no es ni accesible ni recomendable, y menos, por supuesto la selva. Entendido, pero no lo tendremos en cuenta. Queremos subir hasta una pequeña comunidad, el ejido Emiliano Zapata. Leí en algún lugar que la selva Lacandona es uno de los lugares más bellos del mundo. Los próximos días serán una incógnita por motivos diferentes, además de la pista, algunas horas de caminar en el barro y parte de la parafernalia del ejercito controlando de cerca al EZLN, encontraremos barro a montones. Queremos llegar a una cristalina laguna denominada Miramar. Tendremos que encontrar también un guía y alguien que nos alquile una canoa.



Chamula


La verdad es que no he nacido para escribir libros de viajes, un lector que pretendiera saber algo de lo que va sucediendo a este viajero que ahora anda por Chiapas, se quedaría a la luna de Valencia. Nada más costoso que describir el ambiente de la iglesia de Chamula donde se practica un extraño sincretismo religioso entre maya y católico. El espacio diáfano interior está envuelto en el espeso ambiente que desprenden cientos de velas depositadas sobre el suelo frente a numerosos grupos de orantes postrados de rodillas que musitan plegarias ininterrumpidas; el suelo ha sido alfombrado con manojos de hierbas, no hay bancos ni sillas, los niños juguetean por los suelos junto a los cuerpos extasiados de sus padres; un féretro en un lateral, algún turista despistados, el ambiente neblinoso que sube de los pabilos flota como una calina tropical al filo del alba. El recuerdo más próximo es un templo hindú saturado por las ofrendas florales a Siva. Y salir a la luz implacable de la plaza y tropezar con una aglomeración de indígenas en estado de recogimiento, consumiendo en corro Coca-Colas, producto que creen les protege de las arremetidas de los espíritus infernales. Y pasar la calle y atravesar el mercado y sopesar si sacas la cámara o no, porque no me siento a gusto dirigiendo el objetivo hacia la miseria, hacia la adustez. Pero descubro a los niños, montones de niños: Marbi, Marisol... niños a la espalda de la madre sobre el consabido atajo, que miran con los ojos de plato como si estuvieran descubriendo el mundo.

A Chamula siguió media hora en la carretera esperando que algún coche nos subiera hacia los pueblos de la montaña, no encontramos medio para llegar a San Andrés, una comunidad zapatista donde el Gobierno firmó con el EZLN (Ejército Zapatista de Liberación Nacional) un importante acuerdo que después se fue al garete. Para un coche, trepamos a la caja de madera en la que viajan ya otros paisanos; no, San Andrés, no: Mitontic. Tanto da. Hacemos el trayecto con dos indígenas; curvas, viento, bares aislados pintados con el rojo de la Coca-Cola, mujeres tejiendo a las puertas de las casas —simples paralelepípedos de adobe—, alguna iglesia pintada de azul cielo y blanco. Nos bajamos en Mitontic. No hay bandidos, ni asaltantes, mi militares, ni encapuchados. Y nosotros que creíamos llegar a yo qué sé qué lugar infernal. Paseo tranquilo por el pueblo, de algún bar o casa sale la fanfarria musical de Méjico que revolotea por la calle dándole un tic de fiesta y alegría. Buenas tardes, buenas tardes, adiós, y otra iglesia y las velas y el ambiente irrespirable, y esperar a que las pupilas se dilaten en la oscuridad y nos deje ver ese claroscuro desde que emergen varios grupos familiares en actitud de invocación. Y luego allá estaba Isabel jugando con su hermanito que se había subido a un árbol, e Isabel oculta su media cara tras otro árbol pero cuando la saca enfoco y hago dos tomas en blanco y negro; pero es necesario también que el color recoja los matices contra la fachada luminosa de las casas del fondo, y cambio de máquina, de objetivo y allí está otra vez Isabel.







Ocosingo (Méjico)



El marco: un pequeño patio tropical en el que crecen las palmeras y al que se asoman los corredores de las habitaciones, sencillas, baratas, acogedoras; el lugar adecuado para continuar nuestra vida diaria en torno a los libros, la música o la escritura.

La mañana era de lluvia y de nubes bajas, casi una indicación para no abandonar el autobús y seguir hasta Palenque; sopesamos la posibilidad pero al final decidimos quedarnos. Nos aseguran que sí será posible encontrar algún camión que nos lleve selva adentro; diez horas de accidentada pista para hacer los ciento sesenta y tantos kilómetros que separan Ocosingo de San Quintín.

Los problemas con el Ejercito Zapatista de Liberación Nacional están en situación de treguaun ejército de sesenta mil soldados vela por la estabilidad de la zona. Como consecuencia de la revolución de 1994 la zona ha experimentado un notable avance en lo que se refiere a los servicios: escuela, luz, médico, infraestructura en general; al menos la zona que nosotros visitamos; 0tro asunto son las comunidades que no tienen carretera, que son mayoría.

Es una curiosidad eso de que a uno se le afloje la escritura precisamente cuando recorre parajes y circunstancias nada corrientes, como fue el caso de los días que pasamos en la selva, pero... así es. Recuerdo un largo día en la caja de un camión, algún automóvil atascado en el barro al que hubo que auxiliar, una línea de tendido eléctrico caída sobre la pista y el excelente buen humor de los lugareños con los que compartíamos el viaje. Vivimos un par de día en una cabaña de madera e hicimos una larga marcha, con barro hasta la rodilla, para alcanzar las orillas de la laguna Miramar, que circunnavegamos durante un día entero. Después llovió torrencialmente durante veinticuatro horas. Los caminos de la selva se hicieron impracticables.

Hoy, repasando mis apuntes de aquel viaje que entonces transcurría en la selva Lacandona, núcleo central del movimiento zapatista entonces, año 2002, no encuentro nada relevante sobre la zona con que llenar aquella corta estancia; sin embargo tropiezo, con un relato que recibí mientras esperábamos en Ocosingo nuestro autobús para Palenque. Su autora me va a disculpar que incluya aquí el relato. La mirada del lobo, se titula. El contenido de este blog no tienen otro objeto que el de recrear algo de la memoria de aquellos meses, y la correspondencia y la escritura que compartíamos a uno y otro lado del océano no era el menor de los alicientes de entonces. El que lo incluya también tiene que ver con mis recientes y agradecidas lecturas de Jack London. Éste es el relato de X:




LA MIRADA DEL LOBO

El invierno había sido muy duro aquel año, las heladas habían congelado la gruesa capa de nieve y, el sol, como si su luz se hubiera vuelto tan fría como el fulgor resplandeciente del inmenso manto, apenas calentaba. Los ganaderos del pueblo se mostraban taciturnos, algunas de vacas habían quedado aisladas al comienzo de los fríos y dudaban que pudieran llegar a rescatarlas antes de que los lobos hicieran su aparición. No era animal abundante, tal vez quedara una sola manada de unos doce lobos, que por demás rehuía la presencia del hombre, pero el hambre les había hecho abandonar toda prudencia y habían empezado a merodear por los gallineros, los rediles y el vertedero de basuras. Así fue como aquel año, hasta bien entrada la primavera, cuando el deshielo llenaba de música las rocas de las laderas, la palabra lobo se hizo murmullo temeroso entre los habitantes del pueblo. Las viejas historias que los ancianos contaban en otro tiempo sobre ellos ya no eran tan apreciadas; el miedo había se había adueñado de los habitantes del pueblo; los chiquillos, vigilados de cerca por sus madres, jugaban sin perder de vista la puerta de sus casas.

El abuelo dio cuerda al reloj. Era una pieza heredada de su padre y la superficie estriada de la corona, ya desgastada, hacía resbalar sus dedos que humedecía levemente antes de deslizar la pequeña pieza redondeada entre el pulgar y el índice. Lo hacía con delicadeza, procurando no forzar el mecanismo; ese era el secreto de la buena conservación del artilugio. Los números de la esfera eran de un elegante trazado, al igual que la cajita redonda y plateada que la vieja limpiara con esmero cuando vivía; la abuela, como la llamaba cariñosamente en los últimos tiempos, la mujer a la que apenas reconocía ahora en la desgastada foto color sepia adherida a la cara interna de la tapa. Un recuerdo doloroso se cruzó en sus pensamientos y sintió una viva desazón. La cadenilla colgaba lánguida dejándose llevar por la caricia suave y fría de su mano. Otras veces la había dejado caer, formando un montoncito de eslabones sobre la palma, sintiendo el agradable cosquilleo, pero hoy la recogió sobre el reloj y se apresuró a guardarla dentro de la cajita de madera.

Desde aquel día reposó en su estuche y no volvió a sacarlo, tal y como se había propuesto después de suceder aquello. Pensó, algo triste, que se pararía al día siguiente, a las cuatro de la tarde.

María abrió el antiguo reloj de bolsillo, parado en las cuatro de un día ya lejano. Acarició la superficie de la cajita redonda, suave, sin adornos, el gracioso gancho en forma de pequeña anilla chata atravesando la corona que servía de engarce a una cadenilla de plata que el paso del tiempo había ennegrecido. Recordó el rostro severo del abuelo, aquel que le diera tanto miedo cuando niña. Fueron tiempos difíciles aquellos, tratando de ganarse el cariño de todos, de hacerse un espacio, como si tratara así de justificar el haberse hecho un hueco en la vida junto a los otros. Los años la vieron crecer sentada las tardes de verano en la silla baja de mimbre cercana al abuelo; con el paso del tiempo sus sillas se fueron aproximando más, creando una especie de complicidad entre ellos, un sentimiento que suplió todo el desamor que ella sentía era su infancia. En la cara interna de la tapa se veía desdibujado el rostro de la abuela. La fotografía se había desconchado como una pared vieja, el tiempo se había llevado parte del rostro de una mujer de edad indefinida; entre sus líneas demasiado redondeadas y su peinado hacia atrás, tal vez en un moño sobre la nuca, aún se podían distinguir unos pendientes largos y elegantes que a buen seguro realzaran su cara ancha, dándole un aspecto algo grácil. Sintió una tensión repentina en su mano izquierda y, por instinto, tiró de las riendas hasta darse cuenta que el caballo sólo intentaba llegar a la hierba de la vereda. Pensó que tal vez un movimiento brusco del animal hiciera caer el reloj de su mano y lo guardó en el bolsillo del chaleco. Apenas había sacado la mano cuando que el forro del bolsillo del viejo chaleco de pana estaba demasiado desgastado y pensando que pudiera perderlo se detuvo un instante y lo pasó al bolsillo derecho de la chaqueta.

Daniel alargaba el paso, casi con rabia. De vez en cuando se volvía, esperaba unos segundos: vamos, padre, apremiaba, áspero. El viejo dejaba oír su respiración, penosa por el esfuerzo. No obstante, apretaba el paso: voy, hijo, voy. Daniel tenía prisa, deseaba dejar al viejo en su casa, donde permanecería hasta el invierno. Atrás quedaban los largos días de intenso frío, sus toses de madrugada, producidas por ese asqueroso picadillo que liaba luego en papelitos, fumando uno tras otro; y sus madrugones, porque no podía dormir y arrastraba los pies por la casa, en una caminata sin sentido, para sobrellevar el frío, desvelando a todos, hasta que el hijo, malhumorado, se levantaba pagando su contrariedad con las puertas y las sillas. Hijo, no puedo dormir, se disculpaba, humilde. La nuera le reprochaba alguna vez: Daniel, es tu padre.

–Nunca llegaremos. Se nos va a echar la noche encima –gritó por encima de su hombro, enfurecido.

El viejo inició un trotecillo torpe, pero unos metros más adelante tropezó y cayó de rodillas sobre el lecho de hojas muertas del bosque. Daniel esperó a que se incorporara, sin moverse, mirando malhumarado la escena. Tras la muerte de la abuela, tuvo al abuelo con ella un año; María se encargó de que le arreglaran la dentadura, algo que Daniel no comprendía del arguyendo que el viejo a sus años ya no la necesitaba. Daniel había contemplado sombrío la alegría infantil de su padre cuando bajó del coche de línea, con su traje nuevo y una delgadez pálida que no le conocía. Pero el hijo no estaba dispuesto a tenerle en casa siempre, así que se apresuró a comunicarle que estaría mucho mejor pasando los meses de buen tiempo en su casa y el invierno con ellos. El anciano ocultó su decepción y asintió.

–Necesito descansar; sólo un poco.

La voz del abuelo le sacó de sus pensamientos. Con un gesto de contrariedad que no intentó disimular, tiró el hatillo junto al tronco de un gran roble y se sentó, mudo.

Apoyó la espalda en el tronco del roble, sin soltar la rienda del caballo que se apresuraba en arrancar los brotes tiernos de la hierba que asomaba entre la alfombra pútrida. Atada a la silla, la mochila le recordaba su resolución de tomar un nuevo rumbo en su vida. Hacía algunos años había elegido un camino equivocado que ahora estaba dispuesta a rectificar. El animal se esforzaba en masticar la hierba produciendo un tintineo apagado con el bocado. Una baba verde, olorosa, caía de su belfo y hebras de hierba asomaban de la boca. María atrajo la cabeza del animal y le abrió los labios, una masa semimasticada quedaba retenida por la barra de hierro que se asentaba en el espacio libre de dientes de su quijada inferior, la extrajo con los dedos y quitó la cadenilla y la correa de la muserola, liberando las mandíbulas del animal y permitiéndole pastar con más comodidad. Le dolía haber dejado su casa a escondidas, pero por nada del mundo quería que le siguieran la pista; necesitaba desaparecer para todos, empezar de nuevo, ser otra. Una sensación de escalofrío, la luz que iba perdiendo intensidad, le anunciaron que el atardecer estaba próximo. Mientras abrochaba las hebillas de la cabezada del caballo le asaltó el vago temor a perderse.

La idea de haberse perdido le parecía a Daniel absurda. Paseó la mirada a su alrededor, miró desconcertado a su padre y encontró el miedo chispeando en el fondo de sus pupilas. He intentado decírtelo, hace rato, dijo éste; cuando dejamos atrás la Fuente del Cuervo tomamos un camino equivocado. ¿Y por qué no lo dijo?, respondió Daniel. Tenías tanta prisa que no me escuchaste. El anciano intentaba dar a su voz un tono despreocupado, no quería que el hijo se sintiera culpable, eso le enfurecería y no mejoraría para nada su situación. Extrajo una linterna pequeña de un bolsillo de su chaqueta. Menos mal que, por lo menos, vale para algo, comentó el hijo mientras se la arrebataba con un gesto brutal. Continuaron hasta que no quedó vestigio de luz. Encendió la linterna. Con el despreciable círculo de luz que agigantaba las sombras a su alrededor resultaría imposible orientarse; así lo comprendió Daniel, resignado, y su voz pareció dulcificarse con un tono amable: buscaremos un cobijo donde pasar la noche, así no podemos seguir. Un aullido agudo cortó el aire, subiendo, quedándose allá arriba, suspendido como un funambulista en su hilo, y bajando después hasta perderse cadencioso en el aire que, de pronto, parecía haberse adensado. Se miraron sin hablar. ¡Vamos, padre, vamos! El pánico se había adueñado de Daniel, que había agarrado al viejo por un brazo y lo arrastraba tras de sí. El abuelo corría, insensibles sus piernas, mientras el corazón le latía con una fuerza desbocada que le dejaba sin respiración. Fue entonces un peso muerto para el hijo, que se volvió, suplicante. El padre se había dejado caer sobre el suelo y se esforzaba por recuperar el aliento. Vete, hijo; yo no puedo. ¡No me fastidie, padre, vámonos! El viejo le miró y el hijo se dio cuenta de que no se movería de allí, que había llegado al límite de sus fuerzas. Presa de un terror descontrolado, le parecía oír las pisadas de la manada siguiendo su rastro. Voy a buscar ayuda. Se disponía a marcharse, cuando pareció recordar algo. Volvió sobre sus pasos. Digo, padre, que me llevo la manta, no vaya a ser que usted la pierda. Dudó unos instantes antes de atreverse a meter la mano en el bolsillo interior del chaleco del viejo, encontrándolo vacío. El abuelo rebuscó en su chaqueta y puso el reloj en la mano del hijo, buscando su mirada. Daniel, los ojos bajos, lo cerró en su palma y se marchó. El viejo se deslizó buscando el refugio de los troncos próximos.

Allí, junto a los troncos, le parecía estar más protegida. Sujetaba el caballo de las correas de la cabezada, tratando de infundirle una tranquilidad que ella estaba muy lejos de sentir. El aullido se repitió, más cerca. El animal luchaba por zafarse de la mujer, piafando y lanzando manotazos impacientes. Los ollares dilatados, las orejas rígidas y los ojos extraviados delataban su pánico. Todo él parecía un muelle a punto de saltar. María quitó las hebillas de la cincha con manos temblorosas, luego, las de la cabezada; tiró hacia arriba de las correas laterales, liberando las orejas, y la dejó resbalar hasta que el animal quedó libre. Durante unos segundos permaneció inmóvil, la cabeza erguida, como asegurándose de que nada le ataba. Después dio media vuelta y se internó en el bosque. La silla cayó en el límite del pequeño del claro. María esperó, asustada.

Pero no era miedo lo que sentía el viejo. Abatido, esperaba iluminado por la luna que filtraba su luz entre las copas hasta el claro donde se encontraba. A través de las lágrimas, distinguió las siluetas de los animales, oscilantes, diluyéndose y aclarándose en un baile siniestro. Se limpió los ojos con el dorso de la mano y esperó. Parecían no tener prisa. Se paseaban como ignorando la presencia del hombre. Alguno agachaba la cabeza al pasar junto a otro de mayor jerarquía que le envolvía con una mirada hostil de advertencia. Una loba preñada olfateó el suelo, paseando el hocico por un complicado rastro, hasta que su nerviosismo llamó la atención del resto. La loba se internó en el bosque tras la huella, llevándose consigo al resto de los lobos, a todos, menos a uno de ellos, un lobo gris que se había acercado al hombre, sentándose sobre los cuartos traseros, frente a él. Se miraron hombre y animal; ninguno de los dos rehuyó la mirada del otro. El lobo poseía en sus ojos rasgados y amarillos, una nobleza que tenía algo de humano. El viejo pensó que su hijo, en cambio, los tenía fríos y crueles, como de lobo. El animal se levantó, volvió la cabeza y se alejó, despacio, hacia la espesura, donde inició una rápida carrera tras los pasos de la manada...y de Daniel, cuyo rastro había olfateado la loba dominante.

Tensa por el miedo María contemplaba, con una sensación de irrealidad, los rápidos movimientos de la loba, olfateando, ansiosa, el rastro dejado por el caballo. El resto de la manada, alertado por ella, se mostraba impaciente. Alguno dirigía a la mujer encogida junto a un tronco, una rápida mirada, pero pronto la excitación general atraía su atención. La loba se introdujo en la maleza, llevándose tras ella al resto. María no se atrevía a moverse. Pasó un rato que se le hizo muy, muy largo, hasta que se deslizó dentro de ella un tenue hilo de confianza. Estiró las piernas y respiró con más libertad, sintiendo el aire frío dentro de su cuerpo. Temblaba y echaba de menos algo con que abrigarse, tal vez si encontrara un tronco hueco... Se levantó muy despacio, procurando hacer el menor ruido posible, cuando llamó su atención un objeto que destacaba en medio del pequeño claro, a la luz de la luna: el reloj de su abuelo que debió caer cuando soltaba al caballo. Se acercó y ya se agachaba para cogerlo, cuando su mirada tropezó con la otra del animal, que la miraba fijamente, sentado frente a ella. Se estudiaron uno al otro. María percibió algo tranquilizador en los bellos ojos del lobo gris y supo que no iba a atacarla. Recogió el reloj. Lentamente, el lobo se incorporó, dio media vuelta y emprendió un trote rápido tras la manada. María pensó en cuántas personas carecían de una mirada tan noble. Se dispuso a afrontar la noche, la mano cerrada sobre el reloj de su abuelo, como un talismán.

Una mano del cadáver, fuertemente cerrada, llamó la atención de uno de los hombres. Costó trabajo abrirla y sacar el reloj de cadena que sirvió para aclarar la identidad de aquellos maltratados despojos. Alguien traía al abuelo. Le pusieron encima una manta que habían encontrado por los alrededores y se apresuraron en llevarle al pueblo, para que no viera lo que los lobos le habían hecho a su hijo. Un hombre le alcanzó y puso en sus manos el reloj; el viejo le dirigió una mirada inexpresiva y se dejó conducir, como sonámbulo, hasta el pueblo, arropado por una manta que le pesaba encima como una maldición. Tardó años, muchos años en poder mirar a su nieta, a la hija de su hijo, a la cara. Cuando sintió su proximidad, su cariño inocente, su pena por su indiferencia, se fue ablandando hasta que un día, junto al fuego, recordó la mirada del lobo, entonces, arrimó su silla a la de ella y le dirigió una gran sonrisa. Un tiempo antes de morir, cuando ya su cuerpo cansado miraba de frente, agradecido, su propio fin, llamó a María y le entregó el reloj de cadenilla.

María contemplaba el reloj y recordaba al abuelo mientras le ponían un abrigo sobre los hombros. Ahora la vida se abría ante ella como un gran interrogante. Después de todo, aún era tiempo de cambiar algunas cosas antes de tomar decisiones extremas. Se preguntó qué habría ocurrido si hubiera logrado atravesar el bosque y se hallara ahora sentada en un autobús rumbo a cualquier lugar, tal vez asustada y confusa, sin saber por dónde ni cómo rehacer su vida. Se detuvo frente a la entrada de su casa. A su mente acudió la mirada tranquilizadora del lobo. Compuso un gesto de fuerza y se dirigió con paso firme hacia la puerta.

Tras los hechos, se organizó una batida. Seis lobos pagaron con su vida el haberse atrevido a hacer frente a los humanos. Escaparon dos que subieron al monte, perdiéndose entre los riscos inaccesibles. Uno de ellos era un gran lobo gris. Mientras, en un lugar seguro y oculto, los diminutos cachorros hociqueaban entre el pelo, buscando las tetillas rosadas de la loba.